La vida, qué duda cabe, siempre ha estado plagada de injusticias y, lo más triste de la cuestión es que, lo injusto, casi siempre está apoyado por la ley; es decir, que la injusticias siempre vienen dadas por las lagunas de las leyes que, los vivos de turno, se aprovechan, puesto que, las conocen y, en ese instante, nace la maldita injusticia que suele corroer, especialmente, a todos los débiles; débiles de recursos para defenderse, claro.
Las leyes, manejadas por unos o por otros, suelen dar resultados muy distintos. En ocasiones, un buen abogado, capaz de vender su verdad, puede colar la gran mentira, algo que ha pasado en infinidad de ocasiones, de ahí, tantos inocentes vilipendiados por la justicia. Las leyes y la propia justicia, son hechos promulgados por los hombres y, quiénes mejor se manejen en esas situaciones, son los que triunfan. Podría dar, aquí, miles de ejemplos de casos curiosos de la propia cotidianeidad. Situaciones que suelen encrespar al más pacífico de los mortales y que, desdichadamente, casi nunca tienen quien les defienda.
Sentirte mal tratado cuando te quitan aquello que entiendes que es tuyo, ello es ya un gran motivo para rebelarte. Te quitan la cartera, el coche; roban en tu casa, te minimizan la nómina sin causa que lo justifique, te violan, incluso, en ocasiones, hasta ha sufrido mucha gente las iras de un loco siendo agredido; miles de situaciones que, obviamente, hacen que el individuo se rebele contra su propio destino puesto que, al amparo de la impunidad, uno, al ser atacado o herido, no encuentra al culpable por lado alguno, de ahí la rabia, la impotencia y, por encima de todo, la rebelión.
He conocido gentes que, cargadas de razón, han sido capaces de enfrentarse contra el que ellos o ellas han considerado el culpable de desacato o menosprecio, todo, por buscar, por cuenta y riesgo, ese halo de justicia que intencionadamente, les estaban robando. Existen demasiados inconvenientes, duras barreras para que, uno, en sus quejas, sea atendido por la propia ley, de ahí que, a su modo, muchos, intenten, como explico, encontrar quien les escuche en sus quejas y, ante todo, que les aporten soluciones. Callar y otorgar, es sinónimo de pobreza anímica; es mejor gritar y luchar por aquello que uno está convencido. No es que tenga más razón quién más grite; pero si que, a veces, hay que gritar para que entiendan tu razón. A este respecto, esta situación la definía como nadie Facundo Cabral cuando decía aquello de..... “El mundo está tal mal por las fechorías de los malos, así como por el silencio cómplice de los buenos” Siendo así, callar, cuando uno considera que tiene la razón, me parece un acto de cobardía y, de cobardes, jamás se ha escrito una sola línea. Las revoluciones siempre comenzaron con los poetas, también con los cantores y, ante todo, con las gentes mal tratadas. Los primeros lanzaban su grito de protesta dada su capacidad culturas; los segundos, se lanzaban al vacío de su soledad considerando, ante todo, que les asistía la razón. Está claro que, nunca es bueno callar; hay que hablar y, la fuerza del diálogo, tiene que ser oída por los sordos de la justicia que, en ocasiones, como explico, amparándose en la impunidad del anonimato, tanto daño pueden hacerle al mundo y a sus gentes.
Claro que, en esta sociedad que nos ha tocado vivir, cuando se rebela un pobre dicen que está loco y, cuando un rico pretende ser escuchado, dicen que busca la justicia. Cierto y verdad que, el rico, obviamente, para rebelarse, tiene el apoyo del mejor abogado, por tanto, el defensor adecuado. El pobre, sin nadie que le escuche, sólo tiene su voz, su única arma que, para colmo, como digo, si grita mucho, hasta lo llaman loco. Pero serán siempre los gritos de los pobres los que, cincelados contra la injusticia, se tiene que dejar oír en todos los foros del mundo. Dicen que, al buen callar le llaman sabio; pero no es menos cierto que, quien calla, otorga, por tanto, es cómplice de la cobardía, del fraude y del engaño.