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Pla Ventura |
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España |
[
10/09/2003 ] |
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Aquel hombre era feliz. Su fiel compañera, su guitarra, desgranaba las notas que rasgaban sus manos. Ansiaba poco; necesitaba menos. Y lo tenía todo. Estaba terriblemente solo, pero apasionadamente libre. No tenía compañera; pero tenía la compañía del mundo; sus gentes, sus calles y plazas, sus recovecos donde él solía pasear en las tardes de estío. Era, claro, una bella forma de entender la vida en que, sus homónimos, raramente le entendían. Decididamente, Abel, que así se llamaba, consciente de su realidad, admitía la forma de vida que había buscado; su perfume, el que aspiraba de los pétalos de las flores, le embriagaba tanto, hasta el punto de que, él, además de soledad, olía a libertad. Soy libre, gritaba mientras se miraba al espejo. Y tenía razón para sentirse ufanamente libre como el viento. Ya se cansó de las quimeras absurdas a las que se les somete a los seres humanos; de uno y otro sexo, no existen diferencias, pero sí las cadenas que, como grilletes aberrantes, estrujan el alma y el cuerpo de un determinado ser. El ser humano, como tal, se siente dueño y señor y, como tal, quiere que su compañero/a, sea su más fiel siervo. Los lazos matrimoniales, de una u otra manera, matan el amor que nació bajo el fulgor de una bendita pasión, rompen la convivencias puesto que, como Abel confesara, en uno y otro bando, hombre o mujer, se esconde tu gran enemigo y, todo ello, es sinónimo de infelicidad, por tanto, Abel, cansado de la vida que había llevado, decidió darle la libertad a su compañera y, a su vez, recobrarla para si mismo. Pensar como dijera un poeta que, el matrimonio es la única guerra donde uno se acuesta con el enemigo, ello, como chanza o metáfora, podía quedar bello; pero lo triste es que es la más grande verdad. Uno, en realidad, debe de cuidarse de sus enemigos y, en definitiva, la mejor forma de cuidarse, no es precisamente acostándote con él. Queda claro que, cada día, ante los ojos estupefactos de los cobardes, se ven más matrimonios disueltos; y tiene su lógica. Se rompió el amor porque, una de las dos partes, quería ser el dueño de la otra. Y mientras haya presiones sin dejar que fluyan las sensaciones del propio ser, a partir de ahí, viene la ruptura. Nadie puede vivir encadenado por haber firmado un papel. Esto, que parece tan simple, algún día, llegará a entenderlo la humanidad. A diario, como le ocurriera a Abel, contemplamos a hombres y mujeres que, vencidos por el hastío de su propio cónyuge, llegan hasta la barbarie del asesinato. Nadie sabe hasta donde puede llegar una persona rota y resquebrajada en sus propios sentimientos. Cuando a un ser le anulan su personalidad, dentro de si mismo, puede nacer el asesino insospechado. Quizás por ello, Abel, como el mismo confesara, se apartó del mundanal ruido, de las presiones de una mujer insolidaria y buscó, en la soledad, su más fiel compañera. Ahora, con su guitarra y su hatillo de ilusiones, sigue vendiendo sonrisas por el mundo. Es, obviamente, la soledad buscada, la que te lleva, sin pensarlo, a la más absoluta libertad y, ser libre, es la mayor grandeza que un ser humano pueda anhelar.
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