Llegó César Rincón y recordó a todos la grandeza y el respeto que merece su profesión. Por eso... acabó abriendo la Puerta Grande.César llegó, y el redondel venteño se inundó de verdad, de vergüenza profesional, así como de un incontenible oleaje de aroma torero. Sí, de un aroma, que de inmediato impregnó a los enoblecidos aficionados, que han degustado de una grandiosa... inolvidable tarde de toros.
El público que hasta ahora había visto esbozos de la tauromaquia moderna, volvió a desbordarse de emoción, cuando el maestro de Colombia dictó imponente y emotiva cátedra.
Así fue, y tras las verónicas de recibo a Afectuoso -su primero-, con las que de inmediato César mostró que mandaba en el ruedo; también enseñó la ruta ascendente, de un festejo que llegó a lo glorioso.
Después de acudir bien al caballo el noble Afectuoso... tras un quite de tres bonitos lances de El Cid; César encastado, se fue a los medios y ahí... ahí escribió un poderoso quite por chicuelinas, que recordó que la figura... es él.
El prólogo de su faena fueron con pases por alto, que dieron el respiro necesario al noble toro de Alcurrucén, ayudaron a dar inmejorable desarrollo a su propuesta torera.
Y comenzó la mano diestra con una primera serie templada y cadenciosa, con los pies perfectamente asentados en la arena, y entonces, el público, se entregó irremisiblemente ante la grandeza del torero.
Vino otra serie más con la mano diestra en igualdad de intenciones, pero en un alarde, César... sumó hasta cinco extraordinarios pases, que fueron reconocidos por los estruendosos olés, y sin lugar a dudas, podemos decir que César... estaba iluminado por Dios.
Por el lado natural... el toro no pasaba, y el maestro Rincón lo acabó sometiendo y obligándolo a embestir en una segunda serie que fue un delirio. Antes, entre cada serie de estos naturales, habíamos vuelto a disfrutar de otra excelente serie con la mano diestra.
César, entonces, tomó la espada, se fue por derecho y dejó una entera desprendida, que fue suficiente para hacer sucumbir al toro.
Todos en la plaza... convencidos, exigieron con sus pañuelos blancos... una merecida oreja, que abriría la mitad de la Puerta Grande.
Con su segundo ejemplar... un toro casi parado, César tuvo que extraerle cada serie pase a pase, y cada uno fue un compendio de maestría, por su largueza, por su profundidad, por su irrebatible verdad torera. Fue breve su exposición de bien torear, pero después de un pichazo en lo alto, dejó un espadazo que de inmediato derribó al astado, y así la convencida afición volvió a exigir la otra oreja que abrió de par en par la Puerta Grande a un Torero Grande.
En estado de gracia
En estado de gracia estuvo Manuel Jesús El Cid, quien saludó al toro con soberbias verónicas. El Cid, tomó su muleta con la mano diestra, se fue a los medios, y ahí citó de largo al toro. El burel acudió y El Cid, inició otro concierto que purificó a los espíritus de los aficionados por la impoluto de su creación.
Sí, esas series que logró trazar con las dos manos, seguramente que fueron guiadas también por Dios. Han sido sublimes... bellas, inspiradoras.
¡Que faena más bella!
Y después de que todos estábamos en éxtasis... cuando decidió dar fin a su intensa obra de arte... falló con el acero y hasta el cuarto intento rubricó.
¡Qué pena!, una faena de dos orejas, había quedado en dos vueltas al ruedo en medio de la locura colectiva, sí del éxtasis se pasó a locura total.
El Cid, había dejado manifiesto su torerismo con un primero toro sustituto de Antonio López que fue un manso de solemnidad, huía hasta de su sombre, pero el torero de Salteras lo lidió con dignidad.
Quien no aprendió la lección fue Eduardo Gallo, tuvo al maestro Rincón y a El Cid, que dieron dos intensas cátedras, y el joven no se dio cuenta, y esto... no se puede perdonar. Se perdona la inexperiencia, pero la indiferencia... ¡no!, porque dice mucho y mal del joven que confirmó su alternativa con un padrino de oro.
Los toros de Alcurrucén acudieron a los caballos, y tuvieron clase y nobleza en su embestir. El tercero fue un inválido y tuvo que ser devuelto, para ser sustituido por uno de Antonio López, un manso de solemnidad que huyó de todos.
¡Dios salve a César! y también... gracias, por haberle regalado ese estado de gracia a El Cid.