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Lázaro Echegaray |
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España |
[
31/03/2005 ] |
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SOLERA E HISTORIA DEL TIEMPO |
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Llegar a Sevilla y emborracharse de jazmín y azahar, de cielo infinito, de un detalle en la ventana, de un adorno en un chaflán, es todo uno. Emborracharse de una ciudad que está viva, que bulle, que vive en la calle y la invade, la convierte en su casa. Rinconete vigila la trayectoria de algún extranjero mientras Cortadillo cierra negocios con el señor Monipondio, lo hacen en la calle Laraña, cerca de la Universidad Literaria que sustenta una placa en recuerdo a Cervantes, que inmortalizó el edificio cuando perteneció a la Compañía de Jesús. Muy cerquita, en la Plaza de la Encarnación, casi en el mismo lugar en el que las excavaciones descubren la mayor colección de mosaicos romanos encontrados en la ciudad, dos señores conversan junto al escaparate de una librería. Hablan de Vicente Aleixandre y para él reclaman el lugar de quien fuera premio nóbel, hoy casi olvidado. A la vera de la Maestranza el Faraón de Camas se va del toro con uno de sus desplantes, y con disimulo le lanza un guiño a Pepe Luis Vázquez, que lo recibe con la muleta en la izquierda, como si fuera un cartuchillo pescao. Entre ellos dos, frente a la puerta del Príncipe, José Álvarez Juncal, matador de toros, se descubre y saluda a la plaza sombrero en mano: “Buenos días reina mía ¿has descansado bien?”. Lo hace ante las miradas de un grupo de japoneses que apenas tienen tiempo para sacarle un par de fotos y correr hacia el museo taurino del coso del Baratillo. Un poco más allá, detrás de la figura solemne de Pepe Luis, el río transcurre lento y constante en su marcha hacia Sanlucar, lame la Torre del Oro y le pregunta solícito: ¿Quieres que te traiga algo de allá, belleza? Tráeme, si quieres, coral para hacerme una peineta. En la otra orilla Triana, Belmonte con los revolucionarios, al lado del quiosquillo, en el Altozano, criticando a los toreros viejos, construyendo un nuevo mundo taurino. Los Caganchos, en la Cava de los Gitanos, cantando la soleá y mientras unos cantan otros torean y lo hacen al compás de cantes ancestrales, el que se marca con los nudillos en la tabla de la mesa. Mucho más allá, en la Alameda de Hércules, otros gitanos cantan sus lamentos y alegrías y sueñan con los triunfos de los suyos en las plazas y en los cafés del cante. Es la Alameda de Manolo Caracol, de Joselito el Gallo y de Ignacio Sánchez Mejías, aires de Roma andaluza, le dijo Lorca. Junto a ella, en el barrio de la Macarena, la calle Feria que inmortalizaron los Triana, los del nuevo flamenco, los pioneros de la fusión. El tiempo no se ha detenido en Sevilla, la vida continua y la ciudad avanza, pero hay algo en su ambiente que permanece, que se ha mantenido en espíritu bajo ese cielo interminable, como el huerto y el limonero de los versos de Machado: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla… El huerto de la Casa Dueñas. ¿Cuánto tiempo no llevará Sevilla oliendo a jazmines y a azahar, albergando palacios y casuchas, señoritos y buscavidas, todos unidos en comunión bajo la liturgia del cante y del toro, de la manzanilla y el pescaito frito? Sevilla es eterna como su cielo, como su llano, como la magia de sus gentes, como el toreo, lento y eterno, de los maestros sevillanos. Cúchares y Pepe Luis en San Bernardo, Belmonte y los Caganchos en Triana, , Espartero en la Alfalfa, Joselito y Chicuelo en la Alameda. En la puerta del Alfonso XIII un señorito, de los de toda la vida, de los que torea a caballo sus propios toros, de los que cría cepas legendarias, espera a su chofer para ir a la plaza. En los alrededores de ésta, la gente se arremolina, se busca, se saluda, se siente la alegría en los rostros, ya no hay pobres y ricos; hay afición, ganas de fiesta. Uno se aprieta el nudo de su corbata, la de los días de sociedad, otro ofrece programas y otro vende chufas, pipas, cacahuetes, luego, en la plaza, lo reconoces en el asiento vecino. Es domingo de Resurrección en Sevilla, hoy ha resucitado el Señor, vuelva la fiesta a las calles que han llorado por tres días. Dentro de la plaza, todo es ruido y desorden organizado en los graderíos, inmensa luz en el oro del albero, amplitud de cielo azul tras la línea carmesí del tejadillo y en el ambiente, la magia de la liturgia hecha fiesta, el ronroneo incesante de las voces hasta abrir el toril. En Sevilla, el toro, signo del bien y del mal, es descendiente directo de aquellas manadas que guardara el rey Gerón, en las marismas del Guadalquivir. Los que le robó Hércules el Fuerte tras duro combate. Todo es solera e historia del tiempo en Sevilla.
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