De entre todas las instituciones que hay en el mundo del toro, las de los ganaderos de toros de lidia es la que genera más compasión. Eso en un mundillo que ya de por sí resulta penoso. En las últimas semanas hemos visto como los empresarios convocan ruedas de prensa para recordarnos que es verdad que los ricos también lloran. Por otro lado, los toreros se montan sindicatos particulares de cinco miembros -y sus ayudas de cámara- para presionar al vil sistema empresarial, explotador y alienante para con ellos. La lucha de clases en el toreo se soluciona en el entorno de las élites.
Los ganaderos son una casta especial en tanto en cuanto son los responsables inmediatos de la materia prima con la que se hace el arte del toreo. En su memoria quedan aquellos tiempos en los que la cría de reses bravas se entendía como prolongación y proyección de la nobleza de alguien que necesitaba seguir mostrando sus blasones una vez menguado el arte de la guerra. El ganadero era el auténtico señor en el mundo del toro. Aquel a quien no le importaba demasiado ganar o perder dinero siempre y cuando sus toros dejaran bien alto el pabellón familiar; aquel para quien el toro no era una empresa sino una cultura, un modo de ser, una forma de mostrarse al mundo, una cierta publicidad. De hecho, lo de ganar dinero con la ganadería -valga la redundancia- es una cosa relativamente moderna. En el toro estaba el prestigio, no el dinero.
Los tiempos llevaron a los ganaderos a ver cómo los mercaderes invadían el templo. Primero con la llegada de los del serrucho, los del entorno cercano del torero, que entraban en las casas con el ‘manual de nuevas buenas prácticas’ debajo del brazo. Luego, con la invasión de los advenedizos que buscaban en el toro un lugar donde despistar finanzas y donde ganar un prestigio que, parece ser, su dinero no les aportaba. Y en esa circunstancia, al ganadero viejo no le quedaba otra que venderse renegando de sus orígenes, comprando lo que nunca hubieran elegido, eliminando lo que nunca hubieran eliminados sus mayores, o capear el temporal aferrándose a los blasones de su casa. Y el toro, aunque más mermado, más desnaturalizado, más súper producido, más comercial, más tratable, más amable y más amigo, sigue en el campo.
Su preocupación está ahora en el futuro y de ahí que la Unión (también existe la Asociación pero a esos se les hace poco caso, como si ellos no fueran ganaderos de bravo también) haya solicitado una entrevista a Pedro Sánchez para preguntarle directamente cuál es su posición frente al toreo. El flamante líder socialista, ese que tiene palabras buenas para todo el que las quiera, ha jugado con ellos a lo que juega con todos, a decir ‘respeto profundamente…’. No conviene hacerle caso. De hecho, los ganaderos han llamado a Sánchez porque les preocuparon las declaraciones que éste hizo sobre el toro de la vega en particular y sobre el toreo en general. Con sus palabras de entonces Sánchez contentaba a los ecologistas que queman bosques para hacer valer sus derechos. Ahora Sánchez se enfrenta a otro escenario y su actuación sigue siendo la de contentar a la audiencia.
Antes que a Sánchez, que no deja de ser un líder de oposición, esto es, un valor sin determinar, los ganaderos debieran haber llamado a Susana Díaz que manda más que su jefe y que le desautoriza en público. Sánchez no es persona de fiar en temas de política y mucho menos lo va a ser en temas tan controvertidos como el toreo. Ganaderos, no le crean. No va a respetar al toro y mucho menos al toreo. Es casi política de partido. El discurso actual liberal se centra en lo políticamente correcto. Y así es Sánchez, políticamente correcto y mal posicionado.
Eso sí, si le han llamado para pedirle, de forma disimulada, explicaciones sobre sus primeras declaraciones, bien llamado sea. Quizás haya que actuar así con todo líder político que desprestigie y ningunee a una institución cultural, y la tauromaquia lo es.