Fue un buen hijo y así se ha comportado los últimos años de su vida, como un niño bueno. Ese era su estado natural. La madurez le obligó a salir de ese estado, que volvió a encontrar pasados los años. Le gustó más obedecer que mandar y en esa tesitura encontró de nuevo su sitio.
Convivió con ser marido y padre, pero lo que de verdad le gustaba era ser hijo. Sentirse querido por un lado y compensar con una dulce obediencia le llenaba. Ese será el mejor recuerdo y de mayor presencia de mi padre: Un niño bueno.
Un niño bueno es la metáfora perfecta para saber de la inocencia, de la ingenuidad, de la nobleza o de la bondad. Todo lo representaba mi padre en su estado natural, la infancia. Le gustó ser niño y, al final, lo defendió hasta su marchar. De ese modo sus padres supieron de su forma de ser y, tras de pasar un buen tiempo, tuvimos la oportunidad de conocerle sus hijos.
Pero es que hablo de un niño, sí… pero un niño bueno. No todos los niños son iguales. El respeto a sus mayores abanderaba sus actos y los hijos terminamos siendo sus mayores. Una oportunidad única e irrepetible de la que hemos gozado en estos últimos tiempos.
La obediencia, virtud que todos buscamos en nuestros hijos, era su estado natural y en lugar de darte que hacer, te insuflaba estímulos para seguir queriéndole. Ni todos los niños son iguales, ni los padres tampoco. Si las cosas son como son por qué violentarlas, esa debía ser su máxima, porque nunca alteraba ese principio. Y si los padres representan la autoridad cómo ha de desobedecerles. Más tarde, los responsables de su cuidado llegamos a ser nosotros y tal principio se mantuvo. Cómo revelarse contra nuestra autoridad.
Por eso, en este momento del adiós, así le veo y así he de recordarle. Cada cual tiene una imagen y esa es la que perdura. Mi padre era, y ya lo será para siempre: un niño bueno. Es seguro que el Padre le tendrá a su vera y allí, y así, será feliz para siempre.
Antolín Castro
4 de Noviembre de 2012