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Antolín Castro  
  España [ 02/06/2001 ]  
S.I.01 - DEL SILENCIO, DE LOS GRITOS, DE SU RAZÓN DE SER

Como todos sabemos, la feria sigue su curso. Han sucedido suficientes cosas como para que hayamos tenido que escribir. Nos duelen los dedos de tener que denunciar cuanto de atropello sucede, con lo agradable que sería tener que ir contando gestos y gestas -auténticos- de los toreros actuantes y de los toros lidiados. No será por no querer. Pero haciendo bueno el conocido y popular dicho de “ahora vas y lo cascas”, no tenemos más remedio cada día que llorar por la pluma y el teclado, reclamando aquello que a marchas forzadas nos están quitando: la autenticidad de la Fiesta.

Es demasiado el autobombo que el taurinismo se da, se conceden, a sabiendas de la mediocridad que impera -si no lo saben, es aún peor su ignorancia- en todos los órdenes. Desde el principio hasta el fin, la fiesta está aquejada de un abanico de males, cuyo origen solamente puede estar enmarcado en la autocomplacencia o, lo que es peor, en el bandidaje. Bandidos tienen que ser quienes atropellan la autenticidad de cuanto rodea al toro; bandidos tienen que ser quienes escatiman al espectador medio -no digamos ya al aficionado fetén- el toreo en su máxima expresión y dimensión; bandidos tienen que ser quienes hurtan al encuentro entre el hombre y la fiera su verdad, invirtiendo los papeles: compasión para con el tullido toro y desdén para quien de él abusa, moliéndole a derechazos -menudo lucimiento- sin ningún miramiento. No hace falta decir más, falta la verdad todos los días, incluido Madrid. Y se quedan tan anchos. Arreglados estamos con los que en todos los órdenes detentan el poder. A ninguno es aconsejable comprarles un coche usado. La afición, seguro que no.

Con estos antecedentes, que vienen de décadas atrás, sin que haya un matador, un empresario, un ganadero, siquiera un banderillero o un monosabio que se atreva a denunciar, apañados están los aficionados. Como para callar. Ni uno sólo (yo pienso que no es ni por corporativismo, sino más bien por complicidad) se atreve a defender la Fiesta que les da de comer. A sabiendas de que el público asistente es ambulante, a más de ignorante en gran medida, se conforman con ello. Eso mismo hacen los falsificadores de obras de arte como los cuadros: su negocio está en la ignorancia del comprador, si no de qué. Jamás se lo ofrecen a un entendido en la materia. En los toros se atreven ¡vaya que sí!. Verbigracia: Las Ventas de Madrid. Por atrevimiento que no quede.

Y piden sin parar silencio. De ese silencio vamos a hablar. Piden el mismo silencio que mantienen ellos, es decir piden complicidad. Piden que se ignore, que se esconda, lo que en privado son capaces de confesar -el afeitado a granel, por ejemplo-; además de encubridores, cobardes. Si quieren lo invertimos, cobardes y encubridores. Así le va a la Fiesta, así le va a ir. Pero un reducto de afición, de aficionados, que no se resignan a perder aquello que durante siglos se transmitió a través de las generaciones que nos precedieron, han optado por gritar. ¿Hay algo de malo en ello?. Pregunto yo, ¿no se oye gritar cuando nace la vida, siendo lo primero que una madre oye de su recién nacido?. ¿Hay algo de malo en ello?. ¿No se oye gritar cuando en cualquier lugar, por mucho copete y protocolo que tenga, alguien lo altera para gritar ¡al ladrón! si se produce la presencia de un amigo de lo ajeno?. ¿Hay algo de malo en ello?. Como, entonces, no se ha gritar cuando se cercenan día a día los derechos de cada uno de los espectadores. El silencio para qué. Se suele decir: como en misa. Pero es que durante la celebración de las misas es procedente ver al de negro -el cura- afeitado, pero en la plaza el de negro es el toro y éste no acude a la barbería voluntariamente.

Además, por si lo dicho fuera poco, las plazas siempre fueron un foro de debate dinámico y vivo. La misma espontaneidad que es y era presumible en el toreo, lo era en la imaginación de los aficionados. Alguien podrá corregirme diciendo, con razón, que en otras épocas la sagacidad de los espectadores tenía más de alegre que de enfado. Pero no es menos cierto que pocas épocas concentraron a tantos dispuestos a cerrarse en banda para la protección única e ilegítima de sus únicos intereses. Una plaza en silencio, es como un cementerio a la espera de la oración por el difunto. Las plazas, por suerte, no son el lugar donde se celebran los enterramientos, aunque los toros pertenezcan, últimamente y de salida, al cuerpo de los moribundos. Los silencios son el fuego sagrado de quien espera; ellos, los aficionados, son los guardianes de ese fuego, por lo que no le está permitido a nadie establecer el silencio por decreto. Su silencio es suyo y no admite manipulación; como su voz. La cursilería del silencio engominado, no es más que el envoltorio de la mediocridad de la fiesta a la que protegen los que hacen causa reclamándolo. Un bonito disfraz para obtener ese respeto que no logran merecer sus actuaciones.

 
   
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