Son tantos los temas que afectan a España que ya no se de cuál escribir. A España como unidad, a España como nación, a España como política de inmigración, a España en el mundo, a España y sus militares sin pegatinas de los antimilitaristas “imparciales” del “no a la guerra”, de la España dividida más que cuando era joven, a la España que no le interesa ya la verdad del 11M... en fin, a la “puta España” que diría el Rubianes ese, que ahora disimula para poder estrenar su obra en el Teatro Español de Madrid. Tiene guasa: en el teatro español el de la “puta España”. Ya lo ven, así está el patio.

Pero me voy a quedar sólo con la España del fútbol, esa droga a la que nos apuntamos todos y que nos deja más tarados que cualquier otra sustancia drogodependiente. Porque hace falta estar colgao, de entrada, para soportar un equipo más malo que el de España. Uno podría hacer el chiste fácil de que el fútbol de España refleja la misma situación representativa en el mundo que nuestra política internacional: sólo competir al nivel de Cuba, Venezuela, Marruecos e Irán, pero siempre saldría alguno diciendo que es el baloncesto el que se identifica con nuestro actual papel en el concierto internacional. Como no vamos a discutir de eso, harto discutible, lo dejamos en seguir hablando de fútbol.

Los que me conocen, saben de mi pasión, interés y desmedido afán por el análisis del fútbol en sí mismo y es eso precisamente lo que quiero hacer en este sencillo escrito. Convengamos de inmediato que no nos comemos una rosca en esto de la selección y que es con los equipos, cuajados de extranjeros (inmigrantes de lujo) cuando el nombre de nuestros clubes se puede pasear por el mundo. Con el nombre de España, sólo el ridículo se va haciendo. Hay quien creía, tiempo atrás, que el problema era Clemente, al que daban más palos que una estera (olvidando que es nacionalista y que eso iba a estar de moda en estos momentos), pero llegaron otros muy afamados y mediáticamente muy queridos y el fracaso ha sido el mismo. Ni Camacho, ni este Luis, ni el bueno de Sáez (este sí acreditado con las selecciones menores), han aportado nada nuevo ni especial. Al final, el que más lejos nos llevó, el vilipendiado Clemente.

Con eso no se demuestra que Clemente fuera mejor, sino que quienes le criticaban y permanentemente pedían su cabeza, lo hacían con menos base y conocimiento, -o al menos, con el mismo- que quienes no decían nada o le defendían. Hoy, la tozuda realidad, nos indica que “la dulce derrota” que supone perder con seleccionador recomendado, sabe a lo mismo que le supo a González cuando le ganó Aznar: a cabreo monumental. Imaginen si como España completa somos así de malos, cómo seríamos escogiendo sólo entre los futbolistas de esas nacioncillas separatistas que se inventan en la actualidad.

Nuestro fútbol no es nada, al margen aquella victoria sobre Rusia que nos dio el único momento brillante de nuestra historia futbolera, pero que cada vez parece más claro que fue un “empujón” y un arrebato del franquismo y de sus huestes para humillar y pisotear, aunque fuera deportivamente, al país que mejor representaba el comunismo perseguido en España. O sea, que al final el éxito vino de la mano de la política y del rechazo que en ese momento le tenía el régimen a la Unión Soviética. Deducción: parece que es mejor tener verdaderos enemigos que sólo contrincantes, para esto del fútbol. Un problema de la vigente Alianza de Civilizaciones que se practica ahora, donde el dejar que sea el contrario el que se quede “agustito” nos impide ganar o imponernos a ningún país.

Pero a la cancha salen once o catorce jóvenes con  una camiseta, habitualmente roja, y digo yo que no será ese el mal, el tener una selección roja, pues aquella que se proclamó campeona de Europa en 1964 no lo era... y vistió de azul. Lo cierto es que ésta, la de los últimos cuarenta años, vestidos de rojo o de blanco, casi siempre (a nivel de competición máxima, siempre) nos dejan más cabreados que una mona a la que le hayan quitado el plátano. No dan la talla y de ello no se salva nadie por muy encopetados que sean.

Ayer hicieron el indio unos cuantos. Desde Casillas a Alonso o desde Pujol a Raúl, columnas de nuestra escuadra, no estuvieron muy felices. Unos por fallos, otros por despistes y otros por dar leña al que nos metió los tres goles, -Pujol debió ser expulsado por sus malas formas- fue penoso ver el espectáculo. Sólo el famoso gol mil mereció la pena. Y es que debe ser que estas estrellas de nuestro fútbol sólo están para las fotos y las celebraciones pomposas y que de saber el oficio y asumir el papel que les corresponde, nada. Esa selección que nos ganó, acababa de perder en su casa con ¡¡Islandia!! por 3-0, lo que dice del potencial de nuestro vencedor.

Urge, ya que no vamos a solucionar un mal de futbolistas estrellitas, y estrellados, que seamos nosotros los que nos apliquemos algún antídoto contra ese mal sabor de boca que dejan siempre estos internacionales. La primera solución pasa por dejar de admirar a quienes no son dignos de tal admiración. Una vez hecho eso, y a la vista de que España dejará de ser un todo, preocuparnos sólo del equipo de nuestro barrio que siempre sabremos que no podrá llegar muy lejos y, naturalmente, poco podrá decepcionarnos. Es más, nos iremos acostumbrando a nuestra más recalcitrante realidad: paz y victorias para todos, aunque a nosotros nos den por... perdidos. Por cierto, perdidos, más que nunca. Ya no nos encuentra ni Lobatón.