Al conjuro de este grito se debe, se debería hacer siempre el paseíllo en Las Ventas. Últimamente, en las últimas décadas, ello solo es realidad en contadas ocasiones y, como decíamos, debería ser al contrario. Contados toreros salen así de dispuestos al ruedo, si bien todos saben que las consecuencias de salir ¡a por todas! en esta plaza es un salvoconducto para sus carreras. ¿O no?. A la vista de los antecedentes y de las pruebas de esas mismas décadas reseñadas, no es necesario. Hartos estamos de que toreros que ni por el forro salen dispuestos en Madrid, se hayan hecho ricos toreando en todas las ferias y durante muchos años. Cierto es que se podrá discrepar y que algunos piensen que todos los toreros salen dispuestos, mas yo pregunto ¿con qué ganado?, ¿con qué argumentos?, ¿qué precio estarían dispuestos a pagar?, ¿la vida, quizá?.
La vida es lo máximo que se puede dar por conseguir una meta, siendo entre los toreros el máximo -y el mínimo- argumento en su lucha con el toro. Sin ese argumento, no deseable pero inevitablemente a asumir, pocas otras razones hacen de esta épica fiesta su carta de naturaleza. Por ello, los toreros en el máximo examen que supone pisar esta plaza deben de asumir, más que en ningún otro lugar, el riesgo de la profesión libremente elegida. Si a Madrid se viene a jugar esas cartas, sin trampa ni cartón, su afición, su público se conmueve, pasa de exigente a generoso, de crítico a tolerante; abre de par en par su corazón para dar cabida a quien de forma cierta se ha jugado la vida; dicho siempre en aras de conseguir torear y rematar con la espada cuanto de bueno haya conseguido. Fernando Robleño cubrió una gran página de su carrera profesional, si bien para ello puso en grave riesgo su anatomía.
La exigencia de las alimañas de Victorino Martín, pusieron a prueba a la terna que en todo momento aceptaron el reto y estuvieron dispuestos a asumir los riesgos. Digamos, cuanto antes, que en esta ocasión se traspasó la frontera de la presentación de la corrida, abusando de los toros terciados y alguno muy flojo. Como es habitual se les protestó menos que a otras ganaderías, si bien terminaron por encrespar también al personal. Victorino hoy se pasó y debe de evitarlo en el futuro si no quiere que le cambie la estrella y la permisividad de un público y una afición que es quien le puso donde está. La mayoría fueron alimañas y el peor lote fue para el esforzado José Ignacio Ramos quien se vio acosado en innumerables momentos. Aún así, plantó cara a sus astados y no se dejó amilanar. Esplá estuvo al nivel que exigieron sus oponentes y en esta ocasión poco mas hay que resaltar.
Sin embargo, Fernando Robleño, que sustituía a El Cid, herido en Sevilla, no quiso conformarse con la oreja ganada el pasado domingo a los de Adolfo Martín y vino ¡a por todas!. Cuando ustedes lo lean no lo cuestionen. Esa fue su decisión y así lo interpreto hasta la determinación con la que entró a matar al sexto de la tarde. Si emotivo fue verle enfrentarse durante la faena a este toro, que de fácil no tenía nada, adquirió caracteres épicos a la hora de entrar a matar... o morir. De esta guisa fue la determinante forma de entrar a matar. Cerraba la feria, su temporada y posiblemente abría su carrera en lo sucesivo y no lo quiso dejar para otra ocasión. Ya había sido volteado feamente por el victorino durante el trasteo, dejándole maltrecho, pero todavía podía haber más riesgo y más épica. Esta llegó al volcarse sobre los pitones ávidos de sangre -y ya expertos- del burel. El toro sabía cual era su papel en ese momento y no lo desperdició, manejando de pitón a pitón al muñeco en el que había convertido a Robleño, pero el espadazo propinado también estaba en todo lo alto y era mortal. Por suerte para el torero a su acierto no se unió el del toro, que pese a darle un gran palizón, al parecer, no lo había calado.
El peaje estaba pagado y por fortuna la vida entregada en el envite, solo la perdía el toro, mientras el torero ganaba la puerta grande. La emoción que había prendido en los tendidos permanecerá por mucho tiempo, ya que si esa era la fiel interpretación de la hora de la verdad, lo que vemos a menudo es la hora de la mentira. Por esa reiterada mentira reparten orejas todos los días y por todas las plazas. Por esta, también. En este caso no hay dudas, pues la verdad estaba presente en el toro y, por supuesto, en el torero. Confieso que hay muchas cosas que no me gustan en este torero, pero mucho menos me gusta escatimar elogios a quien se juega la vida por torear y torea, a quien desprecia su vida si ello es imprescindible para triunfar en la primera plaza. Todo es mucho más importante que mis gustos personales. Además, con el tesón que viene y la verdad que atesora nada le va a impedir formar parte de los gustos predilectos de los aficionados más exigentes. Yo se lo deseo, también de verdad.
La feria de Otoño se cierra con este triunfo de un torero con ganas y vocación para serlo; pero ha sido un fiel reflejo de que existen toreros -y hay más- que no necesitan que los llamen figuras para demostrar en Madrid su valía y los méritos para estar en su plaza. Tomen nota los futuros empresarios: otros que se visten de luces, lucen más en los platós de televisión. Los carteles se formaron, por la negativa de los figurones, con los toreros que de verdad triunfan e interesan y eso salió ganando la afición. Que cunda el ejemplo y muchos de los que no han querido venir, que no vengan mas.