Ser, o no ser, es la cuestión!—¿Qué debe

más dignamente optar el alma noble

entre sufrir de la fortuna impía

el porfiador rigor, o rebelarse

contra un mar de desdichas, y afrontándolo

desaparecer con ellas?

William Shakespeare

Hacerse de convicciones es un proceso que lleva su tiempo -para algunos largo para otros no tanto-, de cualquier manera tener ideales no es tan simple, cuesta porque no se agota en sólo poseerlos, lo difícil es respetarlos pues estos como los valores sólo la práctica les permite salir del papel para transformarlos en virtudes. Sin embargo, todo ello no es tan complejo como saber qué no queremos ser, decidirse a no sucumbir ante las comodidades es una elección que pocos hacen, porque la tentación a realizar el menor esfuerzo posible nos asecha, está al pie de la puerta para embarullarnos en cuanto salimos.

Quienes visten de luces no están exentos de elegir qué tipo de toreros quieren -más allá de lo que pueden- ser. Durante la primer parte de la Temporada Chica en La México hemos visto de todo: la firmeza que Sebastián Macías antepuso a pesar de no encontrar siempre las distancias correctas, su esfuerzo por mantener una faena aseada; el poco estilo desarrollado por Arturo Soto quien -como cualquiera- podría buscarlo dentro de sí y no en sus gestores; el imperdonable paso del tiempo, más duro aún que la afición capitalina que ya es decir, en Jorge Salvatierra quien tiene los recursos pero no ha despegado; lo dura que es la fiesta cuando se nota el poco oficio en chicos como Juan Padilla;el poco rodaje de Arturo de Alba como otros tantos que llegan a la plaza más grande del planeta casi a debutar como novilleros;la alegría que devuelve al tendido un chico como Sebastián Soriano al cubrir el tercio de banderillas zalameras sin olvidar el bonito recibo a la verónica.

Tampoco están exentos de elección los empresarios sobre el espectáculo que ofrecen y la estrategia para lograr que festejo a festejo vaya menos gente a la plaza, por supuesto no lo está la afición que no se quiere enterar y unas veces protesta pero otras prefiere callar, ni los ganaderos que mancillan la fiesta con sus malos ejemplos.

Cuando era niña y mi madre me decía “entonces si los demás se van al pozo, ¿tú también te vas?”, yo creía que era otra frase más que había aprendido en casa de la abuela para usarla en su papel de madre y poder reprenderme cuando yo inocentemente intentara exculparme por mis descuidos.

Ser o no ser, la cuestión de Shakespeare

El toro bravo me ha demostrado que mi madre no lo repetía sólo de memoria: hay quienes deciden seguir a la manada sin mirar lo conveniente o no de ello y existen otros que se unen a ella porque les convence verdaderamente; que a muchos les gusta que decidan por ellos y a pocos les gusta asumir la libertad y las consecuencias de sus elecciones.

Ni la fiesta y menos el mundo están poblados de bravos, es más, los mansos están distribuidos como estratégicamente para que uno los tope e intenten complicarle lo más sencillo. Pero entonces es cuando o decidimos o dejamos pasar, señalamos o nos hacemos de la vista gorda; claro que todo tiene sus bemoles, pero nos hemos esforzado tanto en matizar los errores, en justificar nuestra miseria que terminamos por ir contra la lógica, sin más, atropellamos la razón por así convenir a nuestros intereses.

Si hay quien defienda los absurdos, entonces nosotros también seguimos. Lo hacemos porque no hemos perdido las ganas de decirle al mundo que se equivoca cuando quiere imponernos la mediocridad, cuando nos invita a quedarnos en la querencia porque es cómodo y hay menos riesgo, entonces nos vamos a los medios aunque pelear solo cueste más, cuando nos incita a la corrupción respondemos por derecho, si nos quieren tratar con informalidad acometemos con clase y cuando nos pide ser dóciles y pasivos para matar esa curiosidad de saber que genera dudas y más conocimiento, entonces rematamos en todos los burladeros.

Por ello sé que la bravura no es cosa de moda, es y siempre será el sustento de nuestra fiesta tan clásica como el ballet que veía en ella José Camilo Cela -que quiso ser torero y sólo fue nobel-, de una fiesta picassiana pues los bravos no son otra cosa que ángeles con cuernos y profundamente lorquiana con heridas de muerte donde por amor nos duele como al granadino hasta el sombrero.