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Hay corridas emboscadas en el abono de las que no es fácil entender su propósito. Quizá sean simplemente un escaparate para toreros poco conocidos o insuficientemente vistos, tal vez una devolución de un favor entre empresarios y apoderados o a lo mejor una simple falta de imaginación o un impulso recaudatorio. En cualquier caso no se capta su sentido.
El caso es que entre medias de esta turbia corrida, apareció Arturo Saldívar, un torero mexicano que demostró su capacidad de generar expectación con unas maneras levemente heterodoxas, escasamente enjundiosas pero sustentadas en un valor seco, de mucho aguante, basado más en el valor que en el dominio que exprime la bravura del toro, ejecutado con verticalidad, alegría, ausencia de solemnidad y mucha variedad. Un torero que daba sensación de movimiento en la faena que no en sus pies siempre firmes, que eludía los tiempos muertos y que buscaba más el asombro ante el valor que la pureza de las suertes.
La estocada de Saldívar Su toreo no me pareció falso sino inusual, el natural tras cambiarse la muleta de mano en una serie de derechazos, al modo que ha puesto de moda Talavante, necesita mucho mando para sacarse al toro pues está el torero en medio de la suerte, posición que tanto apreciamos los aficionados. El circular sistemático sin tener al toro entregado pierde interés en un pase, de por sí, desprovisto de brillo. Los ayudados por alto y las manoletinas y otras inas que parecen inexcusables últimamente las ejecuta con el valor suficiente para mantener los pies quietos y aguantar el roce de los pitones, por más que sean pases levemente rutinarios. La estocada fue de mucha exposición y verdad.
No sé si esto es suficiente para conformar una buena faena, pero si lo es para mandar un soplo de aire fresco, en unas formas de torear excesivamente presas de la solemnidad, tantas veces hueca, que se apodera de tantas corridas de toros. |
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