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Antolín Castro |
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España |
[
21/05/2018 ] |
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S.I.18.- Llegaba hoy la segunda novillada del ciclo isidril, legaban novilleros nuevos a Las Ventas, lo que no se sabía era que llegaría el diluvio universal.
Trascurrió la tarde entre novillos y novilleros, apuntando todos pero sin hacer algo sobresaliente ninguno. Y es que las novilladas ya no son lo que eran, la técnica ha acabado con esa magia que siempre representó ver a quienes quieren abrirse camino hacerlo a bocados.
Hoy los novilleros, si no son hijos de papá lo son de mamá, cuando no de los dos -es lo natural pero no lo ideal para ser torero-. Se visten en los hoteles de las figuras, estrenan vestidos como si lo fueran y, a través de las escuelas taurinas, aprendieron la técnica y el oficio, olvidando la pasión y la inmadurez que eran básicas antaño para desarrollar su personalidad y la profesión.
Sin el bagaje del hambre, de la tapia, de las capeas, se llega más curtido pero también más huérfano de esa necesidad de agarrarse a un clavo ardiendo para hacer lo que sea con tal de no pasar desapercibido. Uno, que ya es mayorcito, recuerda otros tiempos en que los vestidos de torear se alquilaban y, debía ser por eso, no importaba que se los rompieran los novillos. Ya no es así. Todo más académico pero menos intenso, menos sincero, que aquello que yo viví en mi etapa de acercarme a las plazas de toros.
Y no quiero decir que Atienza, Cadaval y Toñete no pusieran de su parte todo, portagayola el primero, comienzo de faena de faena de rodillas el segundo, capote a la espalda casi todos… pero luego faltaba que aquello llegara a algún lado. Las espadas funcionaron de aquella manera y los vestidos casi ni se mancharon.
Y entonces llegó el diluvio, si el diluvio universal, quizá como una necesidad para purificar esta Fiesta, que se nos queda en anécdota, y el panorama cambió. El viento hizo su alocada aparición y se acabó el academicismo. Se acabaron las trincheras de la técnica para quedar solo el corazón y, con él, recuperar la ilusión que hay que tener para estar desnudo, también ilusionado, para resolver la difícil papeleta.
 El diluvio purificador hizo el milagro. Foto: Plaza1 De esa manera y mientras la gente, con sobradas razones, huía de los tendidos, Toñete hubo de enfrentarse consigo mismo. Ya nada podía ser igual que en el toro anterior. Tenía que empezar a ser un héroe y que la plaza se lo reconociera. Tras mil peripecias para mantenerse en pie en el barro y en los charcos, al toro le pasó igual, aguantar el peso de las empapadas muletas, se enfrentó al destino a sabiendas que el agua purificaba todos los pecados y la frialdad que antes hubiera cometido. Allí estuvo y aguantó el tipo y la gente, las de gradas y andanadas que era donde quedaba el grueso del público, le corearon los pases y terminaron con premiarle con una oreja.
Nunca un bautismo tan continuado, con agua bendita a raudales, había realizado el milagro en menos tiempo. Por fin nos encontramos con un novillero sin que él tuviera tiempo de pensar en la técnica aprendida con antelación. Así que mejor que llueva, y caiga granizo, purifique la fiesta y así todos los días.
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