Navalón no era un santo... como no lo somos ninguno. Cada cual en su tarea tendrá siempre algo no compartible por otros y, seguramente, de lo que arrepentirse personalmente. Es una máxima de la vida, en la que salvo los santos de verdad y que lo son por decisión de otros, no por decisión propia, todos los demás no lo somos.
Navalón no era un santo... pero tampoco el demonio. Como saben nuestros lectores, este crítico taurino, posiblemente el más feroz y directo de cuantos han escrito de toros, se enfrentaba a las causas que defendía con tanta vehemencia, apasionamiento y locuacidad que levantaba ampollas en muchos sectores. Y era lógico. No se puede denunciar y esperar que los denunciados te eleven a los altares. De ahí que no pudiera ser santo.
Navalón no era santo... pero escribía como los mismísimos ángeles. Conocedor del mundo del toro, desde la dehesa hasta el desolladero; del toreo, desde su capacidad para ponerse delante de las reses y de las letras, desde su indiscutible pluma para ordenar debidamente las letras y el sentido de las mismas, quiso ser una voz que reclamara una fiesta mejor y, -cuando es evidente que no lo consiguió- no es motivo para que de eso, precisamente de eso, se alegren unos cuantos. Es decir: se alegran de que no consiguiera el objetivo de una fiesta más decente. Curiosa forma de apoyar la fiesta tienen los que se alegraban.
Navalón no era un santo... pero fue venerado por los aficionados más exigentes. Tenían en él al referente de cuanto ellos mismos intentaban defender y de ahí que ejerciera un liderazgo claro para todos ellos. De eso también renegaban sus detractores, como si cada uno de los que escriben, escribimos, no tuviéramos como meta el crear opinión a través de nuestras letras. Así lo hacen, lo hacemos todos, pero no todos en la misma dirección. Luego, hace pensar que los que renegaban de su forma de hacer proselitismo, lo que les molestaba es que con ello perdían ellos clientela. Y es más, clientela que orientada no volvería a sus rediles.
Navalón no era un santo... pero cuidadito con todo lo que rodea el mundo del toro ¡menudas joyas!. Al menos él se atrevía a decir lo que pensaba, sin red, con sus formas tan denostadas y de las que muchos no participábamos, pero sí de sus contenidos y sentido de la lucha por dignificar la fiesta que amamos. Amar la fiesta, así lo entendía él, no era hacer concesiones a las partes más interesadas, sino defender los principios de la misma y los derechos de los espectadores.
Navalón no era un santo... ni puñetera falta que hacía, pues para vocear a los cuatro vientos las distintas corruptelas y declive del toro y del toreo, apasionando por la pureza, había que arrancar del alma los epítetos que más se ajustaran a lo que él pensaba de cada una de las situaciones. Faltaba al respeto a muchas gentes, entendido como invadir un terreno privado que no compartimos, pero muchos invaden los terrenos de los derechos del toro y de los públicos y eso es también una falta de respeto, pero más dañina, pues es colectivamente y no de forma individual. Además existían los tribunales para defender y dirimir esos asuntos y pasaba el tiempo y nadie daba ese paso ante las denuncias que efectuaba. Cuestión de razones o de pruebas.
Navalón no era un santo... pero tampoco merecía su carrera, larga y prolija, periodística, tan poco espacio en los medios. Se le ha despachado con bien poco, para lo que ha significado en el mundo del toro. El hacha estaba guardada para segar su cabeza, pero cuando le han querido dar ya no ha sentido el hachazo. El filo de su lengua... y de su pluma, había tenido a raya a los que esperaban el momento de blandir el hacha; por eso han aparecido en su muerte. Desde aquí, no queremos dejar pasar la oportunidad de rendir tributo a un grande, y no sólo de apellido. Para nosotros sí merece permanecer en la memoria y mantener viva su lucha.
Navalón no era un santo... pero tampoco un hipócrita. Por eso no le dolieron prendas para reconocer públicamente, como ganadero, que se vio necesitado de afeitar sus toros. Cabe más reconocimiento, en primera persona, de lo que pasa en la fiesta. ¿Es posible reprocharle la confesión, cuando su bandera no era precisamente la hipocresía?. De ahí su confesión, pero también su pena: el mundo del toro está perdido. Un testimonio, una prueba contundente de la indignidad de la fiesta. Y si lo confesó, en parte, se liberó de la culpa. Visto interesadamente, parecería que se beneficiaba del fraude, pero tras tanta lucha en sentido contrario, oficiaba en sus propias carnes la decadencia de la fiesta. En eso, es evidente, no le faltaba razón. El mensaje real era que todos los demás, hipócritas practicantes, no solo miraban para otro lado, sino que jamás confesarían lo que era de dominio público. Una vez más, a su estilo duro y directo, dejaba con el culo al aire a los hipócritas verdaderos. Él terminaría siendo afeitador, pero no hipócrita y lo confesaba no con alegría, sino con profunda tristeza. Tan mal estaba esto, que hasta él claudicó en un fraude exigido por el entorno de la decadente fiesta.
Navalón no era un santo... pero tampoco una diana para que alguno le haya dado en los morros tras su muerte. “Pocos le echarán de menos” se titula un artículo escrito con la misma dureza y mala leche que en él se le pretende criticar al fallecido. Olvida Mario Juárez que a los muertos no se les debe criticar por el hecho de que después de muerto todos eran buenos, sino por el sacrosanto deber de no hacerlo con quién ya no podrá defenderse ni replicar lo escrito. Para defender su posición y derecho a decir lo que piensa, nos ofrece con todo detalle el significado de lo que es hipocresía. Eso es lo que hizo, precisamente, Alfonso Navalón toda su vida: en aras de no ser un hipócrita decir lo que pensaba todos los días. Al parecer a él, a Navalón, le negaba la opción por él elegida. Por si fuera poco, la oportunidad que ofreció a sus lectores para hacer sus comentarios, fue retirada tiempo después cuando abundaban las críticas a su actitud. Con razón esperó a que estuviera muerto Alfonso, si no acepta determinadas opiniones o respuestas de sus lectores, mucho menos hubiera podido resistir una respuesta de Alfonso.
Navalón no era un santo... pero quien suscribe guardará buen recuerdo de sus ganas de luchar por una fiesta mejor y más digna. En su memoria, seguiré luchando por los mismos objetivos. Eso sí, con mi estilo de escribir y no con el suyo; entre otras cosas, por ser único e irrepetible. Y aquí sí, los lectores pueden opinar lo que quieran: la sección está abierta.