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Raro es que llegue el viernes o sábado y no esté ya telefoneando Manuel Loreto para regalarme dos entradas para el festejo dominical de la Maestranza. Este fin de semana, como Manuel holga en su nido de águilas de Rota, es Curro Volapié quien me echa el capote. ¡Pedazo de quite, sí señor! Siempre me he sentido como en casa en el coliseo del Arenal. Un coso taurino –ya lo percibió Cañabate- está concebido para acomodar en amigable concordia una representación por cuotas de la nación entera y configurar, pues, una suerte de astro habitado cuyas fronteras impalpables aíslen al aficionado de la realidad circundante, es decir, del valle de lágrimas. El toreo es, por tanto, manjar para paladares exquisitos e inteligencias bien engrasadas, mas también asunto de multitudes. Es difícil que, entre estrecheces y apreturas, devorados por el aura colectiva del gentío, los rostros no se difuminen en el anonimato del abono. No obstante, pese a su condición de planeta y, pues, de receptáculo de muchedumbres, la de Sevilla es plaza recoleta, íntima, acogedora, en la que a los mitos les resulta más fácil hacerse visibles que en otros enclaves del sistema solar en que nos ubicamos los aficionados. A diez metros de ti reposa los antebrazos, sobre la barandilla, Curro Romero. A siete u ocho -no más- toma asiento Paco Ojeda. En el tendido de al lado charla Espartaco con su vecino de localidad, Ahora, llega y planta la almohadilla sobre la piedra José Antonio Campuzano. Desde su sillón de tendido, agita el pañuelo blanco don Eduardo Miura. Y a dos burladeros de distancia puede uno, como es hoy el caso, reconocer -hilos de plata ciñendo sus sienes- nada más y nada menos que a Juan Silveti, que no ha querido perderse el debut de su nieto, hijo del Rey David, sobre el hispalense albero. Pero el tendido desde el que con más frecuencia veo toros en Sevilla es el de Malabar, elegante bar de copas de la calle Betis, a media voz de la casa donde naciera Manuel Jiménez Chicuelo y cuya barra preside un hombre delgado, pero de enorme peso específico: mi tocayo Joaquín, una leyenda en la preparación del gin tonic y observador nato que, aunque parezca tener la vista clavada en el extremo opuesto del local, no quita ojo a uno solo de los muletazos de la pantalla. Miren por dónde, uno, antaño impenitente devorador de kilómetros, se ha convertido gracias a Malabar y a las retransmisiones de Molés en un aficionado de pies quietos, como de pies quietos es el toreo de los lidiadores de mi gusto. Acodado en la barra, y entre café y café intercalados con un chupito de Johnny Walker, de charla con Pansequito, Ricardo Cadenas, Paco Dorado, Ignacio Bolívar, Pablo Palomo, Pedro Díaz o Pepe Sánchez, transcurre mayormente mi vida de devoto de Tauro. Ya no cojo ni el AVE… En Malabar hemos visto todo San Isidro: la competencia veroniqueadora entre Morante y Luque, la gallarda y encendida respuesta en los medios de Cayetano, la espeluznante cornada de Julio, las embestidas de los de Dolores Aguirre y Cuadri, el trasteo a cámara lenta de El Juli al toro de La Quinta, el entonadísimo juego de la pañosa de Rafaelillo, la rotundidad escarlata de Curro Díaz, la vuelta de Juan Mora, el resurgir de El Cid… Allí, a Malabar, acudiremos a tomar el pulso a los Sanfermines y, en mi caso, muy en especial a las muñecas y el temple de Oliva Soto, que, entre los matadores de la nueva hornada, es indudablemente mi torero, y también a ver las novilladas madrileñas del Plus. Anunciado está en una de ellas Luis Martín Núñez, único novillero que ha cortado esta temporada una oreja aquí y al que, claro, sí vimos sentados en la almohadilla. Tras convertir en abril la plaza de toros de Sevilla en un manicomio, Oliva Soto salió a hombros en Antequera, en la corrida organizada por el también malabarista Paco Dorado, que este año va a llevar la Carmen de Távora por un montón de plazas. Últimamente, sin proponérmelo, voy pisando los talones a Paco. Él ha montado Carmen en la Maestranza y yo un recital de mi mujer en el antiguo Álvarez Quintero, así que, cuando entro en un hotel o un restaurante y diviso lo que sería un emplazamiento óptimo para plantar mi cartel, antes de sacar el celofán me percato de que ya se me ha adelantado Paco. La corrida de Antequera fue, por cierto, de Piedras Rojas, hierro galo del que no tenía referencias y que, según testigos presenciales de confianza, embistió. Otro malabarista, otro aficionado fijo en las jornadas taurinas de Malabar es, ya decía, Pansequito, a cuyas manos acaba de ir a parar el prestigioso galardón a la solera en el cante concedido por Cruzcampo. Una tarde entró y, al ver a un cliente ojeando el periódico, se interesó: -¿Cómo han quedado en las elecciones británicas? Lo preguntó con un empaque nada premeditado y diría uno que hasta con genuina solera de Westminster. Eso es entrar en un bar, y lo demás son tonterías. Panseco nunca deja de sorprender, no importa los años que se lleve escuchándole, por los acentos de su cante: siempre remata la letra donde menos se lo espera uno. Pero también con salidas como la antedicha. Servidor, que todos los días lee al menos un periódico, ni siquiera tenía noción de que en Inglaterra hubiera entonces elecciones. Bueno… De hecho, no me entero ni de cuándo se celebran las de aquí. Malabar, calle Betis… Antes, cafetito en Volapié. Después, pelotazo donde Pepe Donaire, otra barra con tirón. Pues eso: que aquí, en Malabar, está mi barrera. Por supuesto que no descarto subir a un coche para poner dentro de unos días rumbo a El Puerto a ver a Oliva Soto, o a Julio allá donde le dé por reaparecer, o a un Manzanares a quien hay que procurar no perderse, o a Manuel Amador o Antón Cortés, toreros de estío cuya época adviene siempre por estas fechas. Pero vamos, que esos son casos concretos. Concretísimos. |
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