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Cierre de temporada para el maestro. Octubre adentrándose entre los verdes y los ocres de los jardines de la Alameda, luz de miel en las piedras antiguas del convento antes de entrar al coso. Poco papel vendido para esta tarde y seis toros de Montalvo aguardando en los chiqueros. Verónicas otoñales -las últimas del año- embebiendo en el regazo del capote la embestida colorá del que abre plaza, y una media flamenca, muy flamenca, abrochándose a compás en la arena del tercio. Toreo sobre la diestra embrujando al toro negro, reticente, invitándolo a seguir el movimiento de su brazo, de su muñeca, de su cintura, de su embeleso, en círculos de lentitud melancólica, de belleza triste, como suelen ser los versos de los poetas en el Otoño. Y la trincherilla esplendorosa de amaranto -rojizo el toro y encarnada la llama de la inspiración en el remate-. Y la flamígera ondulación de la muleta en un dilatado molinete con la izquierda allá en el ensueño. O el de pecho al cuarto: el golpe solemne y demorado de las cuerdas de una guitarra por tarantas. Dos toros de Montalvo, disímiles y de raza castellana. Y un sólo artista para torearlos con la misma magia, con la misma delicadeza en las telas carmesíes, con idéntica franqueza en el cite ante las astas, con igual firmeza en las columnas bordadas de oro de sus piernas, con ese regusto acostumbrado de cante grande. La singular tauromaquia de Curro Díaz. 22 de octubre de 2008. |
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