¿Serán los rescoldos de los primeros días de noviembre, los que llenaron de incienso el ruedo de la monumental de Insurgentes? ¿O será que los toros también llevan en su vida además de su herraje, su destino en azares, ese que hace pensar en la eternidad, en lo intangible, en lo etéreo?
¡Sí, eso ha de ser! De otro modo, las cosas no serían como se bordaron en la corrida inaugural de la temporada grande 2018-2019
El arte del rejoneo, recientemente lleva dos toros indultados en la plaza capitalina. En la temporada, pasada fue, “Copo de nieve”, lidiado por Andy Cartagena, que en aquel momento, ese astado por su nombre, me transportó a recordar el poema de José Emilio Pacheco, “Noche y nieve”, entre sus párrafos dice:
“La nieve no quiere decir nada: Es sólo una pregunta que deja caer millones de signos de interrogación sobre el mundo.”
Creo que es el mismo enigma del toro de lidia, que lleva en la sangre la bravura y la nobleza. Y como el toreo es poesía, esta vez, se lidio a “Fantasma” que me puso frente a un verso de Pablo Neruda y que lleva el mismo nombre.
“De la lejanía en donde
el olor de la tierra es otro
y lo vespertino llega llorando
en forma de oscuras amapolas”
El olor de la tierra incluye aroma a toro, y sí, también la tarde de un domingo se puede bordar el llanto...
La tauromaquia nos remonta constantemente a la poesía. Es también un largo proceso histórico para evocar los orígenes del toreo, que nos transporta en un galope a su sujeto y predicado, cuando vemos al jinete partiendo plaza, vistiendo la casaca en negro y oro, los caballos de su cuadra con impoluta presencia, haciendo gala de sus nombre “Oro”, “Bombón”, “Gitano”, “Sueño”, entre otros… El rejoneo también se columpia en un transcurso entre el medievo, el renacimiento, el barroco, y así, sucesivamente hasta la posmodernidad, a la que le hacemos gala al conmovernos en sincronía a toda lágrima y sentimiento.
Diego Ventura, nos ha llevado a la aventura de la épica, a través de su arte ecuestre en esta tarde del 11 de noviembre, en un inicio de temporada grande en la que también rugió el “monstruo de Insurgentes”.
Cuando recordamos que el verbo amar conjuga el toreo, comenzando desde el campo, desde la selección de la bravura y la entrega del ganadero, en el cuidado de sus ejemplares. Este astado de pinta jabonera, ya marcaba una fina diferencia; pasó por los cuidados de crianza, y fue elegido para llegar a una corrida de prestigio.
Las antiguas palmas por alegrías que daban los gitanos en las calles retorcidas por el tiempo, esas que llevan más salero que ningunas, se las lleva también el ganadero, del mismo modo quien le puso el nombre al fino toro de Enrique Fraga; quizá lo bautizó así, con la esencia de una gélida aparición, porque los inmaculados nombres ya están muy devaluados, por tanto acometer con cizaña en lo duro de la vida. Hay que darle un honor a los espíritus.
Diego y su caballo, se plantaron en la “puerta de los sustos”. Al ver como se asomaba al pasadizo de los toros, cautelosamente con la garrocha en la mano, nos llevó a confirmar que los “fantasmas se reciben a porta gayola”. Ventura, jugó con el tiempo de un reloj de arena, nos colocó en el pasado ecuestre de la fiesta, en ese cabalgar al anillo que reflejó el absoluto de la vida y la muerte, en una antigua suerte para correr al toro desde su salida… ¡Un bellísimo momento!
Solemnes tercios de banderillas, rimbombante el derrame de la sangre, el del rito, sobre el claro pelaje del astado que con los caprichos del otoño y la nobleza de la luna astada, bailaban en romántica cadencia con el jinete, poco a poco se abandonaron al amor de los hierros, al sudor y el hedonismo de quien coloca los besos en el sitio oportuno. Así se sumaron los careos, los ojos del rejoneador eran una fuga, pero de Johann Sebastián Bach, los del corcel, un capítulo del Quijote, y los del toro, un destello de la hoja de peral…
Los tercios sublimes, templados, toreando a la grupa, las flores en lo alto del morrillo, mientras los quiebros, los giros parecían ser de un tablao a todo lo que da la pasión. Hasta que llegó el abrazo a dos manos del jinete y la entrega total, quitando todo estorbo a su paso, como la cabezada de los accesorios de las cabalgaduras, que propició el abandono desmedido del “Fantasma”, hasta atravesar el alma de Ventura y tocar de paso en un vértigo colectivo a todos los absortos asistentes.
Ya no había, ni sol, ni sombra, era la noche la que envolvía el jaleo suspendido del olé errante del alma del “entrañable Fantasma”.
Pero el amor pidió otro verso y el jinete bajó de su montura, para dejar la interpretación de un soberbio trincherazo, y una tanda carmesí, que dio materia prima para la inspiración de todos los artistas que gravitan alrededor del arte del toreo.
El jabonero se suspendió de la arena, Ventura igual, y la faena se quedó como leyenda del mes de noviembre marcada cual tatuaje de locura en la memoria de quienes creemos en los “espíritus” les tenemos respeto, amamos su humor de aparecer y desaparecer, de sacarnos un susto y derramar la adrenalina, provocarnos taquicardia, subrayar que lo sobrenatural existe, por eso a los fantasmas hay que recibirlos con honores y copal, con solemne respeto abrirles la puerta, que puede ser la grande, la que por subrayar los valores morales de los toreros, no quiso el rejoneador cruzar por respeto a sus compañeros heridos.
Enhorabuena a Diego Ventura y a toda su cuadra de caballos toreros, al ganadero Enrique Fraga y al tremendo “Fantasma” que esa noche y varias más deambula entre los sueños de tantos aficionados por el mundo y que quedará en los amaneceres marcados del otoño, como una confirmación de que la religión taurina también lleva lo pagano y lo cristiano en la palma de la mano, en la oración y la fe.