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Siempre he sido seguidor de Alcurrucén -triunfadora reciente en Fallas con Economista y a la que, a propósito de la corrida lidiada en Arles, se refiere Barquerito como “el temple de la sangre Núñez bien decantado”- y sentido afecto por la familia Lozano. Me encanta, pues, enterarme de que uno de sus miembros, al que -además de como apoderado de Diego Ventura y El Juli- conocía como escultor de talento, esgrime una pluma con tono literario. Hacía años que no coincidíamos cuando me lo encontré la otra mañana en el patio de armas del Imperio Juliano, es decir, a la puerta del Hotel Rural La Fábrica de Fuente de Cantos, al lado de una furgoneta de la que otros estaban descargando trastos de torear. Por la tarde se celebraba en la vecina Calzadilla de los Barros un festival en el que toreaba Ventura. De ahí la presencia en estos predios de Pablo Lozano y de ahí que paseara por la barra del restaurante Salvador Cortés y, al rato, hiciera en el mismo su entrada, con gafas negras, El Cid.
Charlamos un rato sobre el Madrid que ya es de antaño y que a muchos suena a Edad Media, el Madrid de los serenos, de las tertulias taurinas, de calles sin pavimentar... Hay gente, en efecto, que no parece concederme demasiada credibilidad cuando le explico en qué consistían en la década de 1940 las campañas publicitarias de los toreros. Por ejemplo, mi abuela descolgaba el teléfono y llamaba al Gijón, preguntando:
-¿Está Rafael Albaicín, por favor?
-No, señora. No ha venido.
-Pregunte usted por si acaso, haga el favor...
Y el camarero voceaba:
-¡Rafael Albaicín! ¡Al teléfono!
Insistía varias veces, pues por él no quedaba. Así, aunque él no se hallara en ese momento en el local, toda la clientela volvía la cabeza por si se daba el caso de verle, se preguntaba si estaría allí y comentaba la que había formado de capa en Las Ventas la otra tarde... Entonces mi abuela repetía la misma operación llamando a Riesgo, a Chicote, a Viña P... Al mismo tan modesto como inteligente sistema de marketing recurrían con frecuencia los familiares de Arruza, Gitanillo, Manolo Escudero, Manolete, Pepín... Los de todo el escalafón, en fin. El mundo, sí, ha cambiado un poco.
A ese ambiente taurino del ayer ha dedicado Pablo Lozano el libro de relatos que con ocasión de nuestro reencuentro me regala: 14 Taurigrafías, publicado por Modus Operandi y en el que las ilustraciones -con trazos que, a todos cuantos crecimos con un cómic en las manos, recordarán a los de los grandes maestros de la historieta- también son suyas.
Cada taurigrafía es esencialmente un relato en el que, a veces, el autor dibuja un ceñido recorte para cambiar de registro y permitir a su pluma introducir incisos de articulista. Y es que a Pablo Lozano le mueve en gran medida un propósito didáctico. De hecho, creo que 14 Taurigrafías debería ser incorporado al temario de alguna de las asignaturas impartidas hoy a los adolescentes, ignorantes por completo de quiénes fueron El Cordobés o Adolfo Suárez. Aparte de que los estudiantes se enterarían así de quién fue el Virrey de Perú y de que en los tiempos -1776- en que mandó edificar la plaza de toros de Lima, primera de obra alzada en suelo americano, esta, con su palenque de talanquera, se convirtió en la tercera en importancia tras La Maestranza y Zaragoza, el glosario de términos tomados de los argots castizo y taurino -que tanto se influyeron mutuamente en el pasado- haría mucho bien a una generación cuyo habla cotidiana se empobrece a pasos agigantados... De hecho, yo mismo, aficionado de tendido y muy poco de campo y de pasillos o despachos, me acabo de enterar gracias a 14 Taurigrafías de que, antes de la corrida, hay un paso previo al sorteo que es el enlotado. ¡Nunca es tarde!
En estas páginas reaparecen Ronquillo y Fermín, el sastre de toreros de Aduana 27, reluce el sol en las frentes de Andrés Vázquez, Curro Rivera y Palomo ya formados ante la puerta de cuadrillas, conocemos al alguacilillo que vio morir a Granero y a un subalterno de Gallito que debutara con él vestido de “gris perla y plata cargada de luz” y va, al cabo de los años mil, a encontrarse en un bar con la cabeza disecada del toro de Veragua que le echó mano en la Maestranza. Pablo Lozano devuelve también a la vida a los toreros -los Gallos, Belmonte...- a quienes hubiésemos querido ver en la plaza. Conocemos al obseso empecinado en dar muerte a un toro indultado en la plaza por su bravura. Y está muy bien su cuento El otro torero, donde, mediando la narración, un relámpago con su correspondiente trueno nos hace evocar las atmósferas de los relatos de Stevenson y Poe, como encontramos el guiño a Wilde en Adrián Rey, trasunto taurino de Dorian Grey. Pablo Lozano nos hace vivir la emoción del encierro pamplonica y los quites tan providenciales y tan toreros que San Fermín hace a los corredores, nos obsequia con un relato nocturno y con olor a pólvora en el que, bajo el cielo estrellado, los furtivos de la caza se enredan en la trama con los del toro, nos recuerda en su Romance de Curro “Murallas” cómo la organización en un pueblo de una novillada, con caballos o sin ellos, provee a menudo de material de sobra para una o dos películas de Berlanga, otro señor del que los estudiantes de bachillerato de hoy probablemente tampoco sepan nada de nada... Sólo una de las taurigrafías -la última- es autobiográfica, y por eso no les vamos a dar pistas.
Y a todo esto, pasa por aquí -¡magnífico cameo!- nada menos un Seat 127 en el que aprovechamos para subirnos y dejarles a ustedes con la obra en las manos, deseándoles una muy feliz lectura de la misma. ¡Ya nos contarán!
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