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El 3 de noviembre se estrenó en la Cineteca Nacional El brujo de Apizaco, un documental realizado por Rodrigo Lebrija, quien tal parece tuvo cerca en muchas ocasiones a este personaje. No hablaré de qué trata porque para eso está ahí el material -ojalá pronto puedan verlo no sólo en otros estados de la República sino a nivel mundial, debería contemplarse la manera de subirlo a alguna plataforma en internet-, tampoco de la producción como tal, pues aunque me hubiera gustado ver más faenas no seré yo quien la corrija, zapatero a su zapato. Hablaré de lo que suscitó en mi ver imágenes de él. Mejor dicho, de ellos: Rodolfo Rodríguez y El Pana. Porque no existe uno sin otro.
El Pana, es leyenda Hay escenas donde aparece desnudo: cuando se quita los calzoncillos para ponerse las medias de torero o cuando simplemente está sentado en la cama de hotel fumándose su charuto al terminar una corrida. Ahí, veo su cuerpo de pies a cabeza -a lo largo de este las marcas de la tremenda guerra que era correr la legua-, pero no es sólo eso, es muchísimo más, se trata del hombre completo, me permite ver la persona transparente que fue. Eso me deja pensando, pues no sé si ha sido siempre así, pero ahora parece cada vez más complicado hallar transparencia, es como si en lugar de ser a la manera del agua la gente hubiese preferido ser rocosa.
Pienso en Rodolfo Rodríguez y se me aguan los ojos, suspiro. Nacemos y a veces hasta vivimos en circunstancias ajenas a nosotros, a nuestra elección; la realidad es dura, compleja y no nos permite modificarla a nuestro antojo, a nuestros deseos o necesidades. Sin embargo, ahí nace el genio, cuando enfrentamos nuestra vida y sus circunstancias, cuando juntamos debilidades con fortalezas para construirnos a partir de estas. Cómo a partir de ahí generamos otra persona -la que queremos ser-, es increíble tener dentro de nosotros otro ser en potencia, poder andar dos en el mismo cuerpo. Uno hace parir a otro para que éste le ayude a sobrevivir primero y a disfrutar después.
El Pana no hubiera sido posible sin Rodolfo, sin el niño huérfano, hijo de la pobreza, de familia de pistoleros, y viceversa, sin El Pana, Rodolfo se habría muerto.
Pero no sólo inventamos a otro para salvarnos, lo hacemos también por y para quienes amamos más que a nosotros mismos -quizá en el fondo sea esa la razón porque lo hacemos-; queremos darnos y ofrendar a ellos algo muchísimo mejor de lo que somos, tal como el Brujo de Apizaco: todo lo que quise ser en la vida fue para entregárselo a mi madre.
Erigimos a otro no para negar nuestro origen sino para manumitirnos de el, no para desvincularlo de nosotros sino para ver qué hicimos con él; Rodolfo reconocía que El Pana venía de la mierda, incluso de la nada, de los anexos de la muerte, de lugares donde el ser humano no vale nada, por eso no había ya lugar para la soberbia o la vanidad.
Hay quienes, como le decían al Brujo, no nos conformamos con ser pobres, también estamos locos. Locos porque no asumimos la vida con resignación y la adecuamos a nuestras aspiraciones, sueños y deseos. No importa, no si podemos contar -contarnos- nuestra historia, saber qué hicimos con nuestras circunstancias, tal como lo dijo la maravillosa María Zambrano:
Reducirse, entrar en razón, es también recobrarse. Y puesto que ha caído bajo la historia hecha ídolo, quizás haya de recobrarse adentrándose sin temor en ella, como el criminal vencido suele hacer volviendo al lugar de crimen; como el hombre que ha perdido la felicidad hace también, si encuentra valor: volver la vista atrás, revivir su pasado a ver si sorprende el instante en que se rompió su dicha. El que no sabe lo que le pasa, hace memoria para salvar la interrupción de su cuento, pues no es enteramente desdichado el que puede contarse a sí mismo su propia historia.
El Pana fue la otra fiesta, sin soles ni lunas. A ello antepuso la pureza de su alma como la plata de sus vestidos, aprovechó su gracia para crear un estilo, no se le olvidó ser humilde ni perdió la capacidad de asombro -cargaba siempre una libreta para apuntar las cosas que descubría-.
De nosotros depende construir o no al otro que queremos ser, y ya que no pudimos decidir cuándo, cómo, o dónde nacer, si nacimos libres de elegir, pero la libertad es ante todo ser responsable, por eso le damos la razón al Pana cuando alguna ocasión mientras se ponía el vestido de torear, dijo: yo creo que es más bonito ser torero que ser rey. Le damos la razón porque no implica sólo lo bellísimo y glorioso del toreo, sino porque mientras ser rey es una imposición, ser torero es una elección personalísima, una expresión de libertad -el campo, el ruedo y correr la legua lo son, entre muchas otras- así como la manifestación de estar dispuesto a morir por lo que se ama.
Por eso aunque nuestras circunstancias se parezcan a un toro con genio que nos persigue, a pesar de las cornadas sin cerrar y peor, de las que cerradas se vuelven a abrir, si somos transparentes y fluidos a la manera del agua podremos decidirnos a dejar la cordura mediocre y adoptar la locura genial, sólo así podremos andarle a la vida como hacia El Pana, a pasito y con salero. |
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