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  TOREO EN BLANCO Y NEGRO  
   Por Jorge F. Hernández - Escritor de México
[ 09/01/2007 ]
 
     
 

Consta que el primer domingo del año 2007 la Monumental Plaza de toros México logró convocar una inesperada ebullición de colores: el azul más azul de un cielo acaso salpicado por inmaculados algodones de nube, el manto impalpable pero naranja de un Sol radiante y el difuso arco iris de quince mil aficionados que se acercaban a la plaza con el afán de despedirse de uno de los toreros más raros y polémicos de los últimos tiempos. Consta que se llama Rodolfo Rodríguez y que se convierte en El Pana en cuanto se enfundó con el terno rosa y plata, con bizarros remates en negro y discordantes faja y corbatín en verde, llamado esperanza.

A los cincuenta y cinco años de edad, plateadas las sienes, envuelto en colores y fiel a su costumbre, El Pana desfiló por la Av. Insurgentes hasta la puerta de cuadrillas montado en una calesa, guiada por un par de charros.

Con el puro que tantas multas le costó, bañado en confeti de todos los colores y serpentinas largas, El Pana volvió a partir plaza con ese andar arrastrado, como si toda la adrenalina del mundo enjugase sus pasos. Todo se pintó de colores, o por lo menos, se infundaba de raros coloridos: entre lo picaresco y lo pinturero ya todos los aficionados sabíamos que El Pana venía dispuesto a saludar muy lentamente desde el tercio, a extender su capote como manto imperial de un rey taumaturgo y que nos llenaría la vista con los colores de las banderillas, los tintes de sangre sobre la taleguilla, o por lo menos, una blanca paloma al final del festejo en señal de su despedida.

En realidad, El Pana toreó en blanco y negro. Un sortilegio milagroso en el que parecían resucitar las viejas glorias del toreo: Alberto Balderas y El Soldado en esas verónicas de hombros encogidos donde adelantaba la pierna contraria; Rodolfo Gaona en el espléndido remate con el capote que ya parecía una rosa deshojándose ante el hocico de un toro con trapío, peso, edad y las astas intactas. Luego, aparecía el fantasma del Ahijado del Matadero o la silueta impalpable de Fernando de los Reyes El Callao o ciertos guiños del Maestro Armillita y la estatua incólume de Lorenzo Garza, pero renglón aparte merece el momento imposible en que El Pana logró cuajar un trincherazo perfecto, un instante de inapelable belleza plástica, que él mismo saboreó con taquicardia y espasmo incontenibles, tirando muleta y estoque a la arena, alejándose hipnotizado por lo que él mismo acaba de firmar al óleo. Pero sus faenas fueron pinturas en blanco y negro, y a los aficionados de todas las generaciones se nos venían a la mente películas y carteles de otras épocas: ante la embestida de dos extraordinarios toros de la renacida ganadería de Garfias, parecía que la resurrección de El Pana invocaba presencias de toreros de antaño, ídolos ya inmortales. Entonces, como homenaje a Silverio Pérez volvió a ejercer la escultura del trincherazo hasta en tres ocasiones, y en honor a Luis Procuna dibujó un cuarteto de pases por alto, aún llamados Sanjuaneras, aunque la mayoría de los aficionados desconozcan el nombre.

Pegó molinetes estrictamente fieles a la heterodoxia de Juan Belmonte y pellizcos dignos de Joselito El Gallo, y también echó mano de su propio repertorio bizarro: esa manera chusca de agradecer que le griten ¡Torero-torero!, esa flexión instantánea con la que arrancaba al iniciar el cuarteo con las banderillas y ese espeluznante alarde estrambótico que él mismo inventó, llamado Par de Calafia, en donde con estridencia fugaz coloca un par de banderillas al quiebro, por encima de su cuerpo arqueado, milímetros de la muerte. Como ha profesado él mismo, el torero es un vendedor de suertes y él mismo se jaleaba su grandeza, arrastrando los pies al tiempo que gritaba quién sabe qué parlamentos de delirio auténtico.

A diferencia de los toreros de la Época de Oro allí queda el video para volver a saborear cada loco instante de la inolvidable e irrepetible tarde de El Pana. Recomiendo que sea visto repetidas veces y que el aficionado no altere los controles de su televisor si acaso observa que las diversas perfecciones de sus faenas aparecen precisamente en blanco y negro. Hablo de esas tandas de derechazos, acompañando la embestida del toro con el mentón recostado sobre la hombrera de su traje sin luces; hablo de que se ha vuelto a confirmar el rarísimo axioma de que el sentimiento verdadero está por encima de las mamposterías falsas de quienes dominan la técnica; hablo de la inspiración y de la adrenalina, la sensualidad de un remate agitanado por encima de los pases obligatorios y las poses frías… y hablo de que no se trató de erupciones aisladas de filigranas circunstanciales, sino de faenas estructuradas con el corazón y fundadas en el hambre y las ganas con las que siempre quiso ser torero este duende enloquecido que conocemos como El Pana.

Hace casi treinta años, recuerdo en sepia el mágico instante en que el matador Anselmo Liceaga le concedió a un anónimo maletilla que venía de Tlaxcala la efímera oportunidad de clavar un par de banderillas en plena Plaza México. Fue durante un festival a beneficio de no se qué o quién, que ha quedado sin fecha en la memoria, aunque consta que ni uno solo de los cincuenta mil aficionados que llenaron ese día la plaza más grande del mundo podrá olvidar jamás el instante mágico en que ese desconocido, de gorra y tenis de maletilla auténtico, cambió la trayectoria de un toro en estampida, de rodillas y en los medios para entonces levantarse y cuadrar en la cara, a centímetros de los cuernos, un par de banderillas que le valió la vuelta al ruedo.

Tampoco creo que olvidemos el desesperado e ilegal intento de ese mismo maletilla por hacerse de un nombre o convertirse en alguien al lanzarse de espontáneo, apenas salido de toriles un novillo llamado Pelotero que a la postre sería cómplice de un novillero apodado El Capitán, hijo del gran torero Alfonso Ramírez El Calesero, para que nadie olvide hasta la fecha lo que bien podría ser la faena hasta ahora insuperada de un novillero ante un novillo en la Plaza México. Precisamente, para que nadie lo olvide cuelga a las afueras de la plaza una placa en bronce que honra al Capi y a Pelotero, y quiso el azar que, pasados pocos años, a la misma altura y en una columna gemela colgaran una placa de bronce para conmemorar las muchas hazañas, triunfos y polémicas con las que llenó la plaza un torero ya controversial e inolvidable, ya conocido como El Pana, aunque fuera el mismo maletilla que se había tirado de espontáneo sabiendo que pararía en la cárcel, el mismo chaval enloquecido que quebró la embestida de un toro hincado en los medios, el mismo anónimo panadero de Tlaxcala, huérfano de padre, con seis hermanos, que fue enterrador en el panteón de su pueblo, gelatinero por las calles y gitano de cuerpo entero. Hablo de El Pana que se ponía en huelga de hambre para buscar una oportunidad digna, aunque sabía que los empresarios lo condenaban a torear lo que los demás toreros no quieren ver ni en pinturas de cantinas; hablo del irreverente, imprudente y políticamente incorrecto chaleta que despreciaba a Manolo Martínez, entonces Capo di tutti cappi del toreo en México; hablo del inoportuno torero que parecía tropezarse él mismo, con sus arrastrados verbos como sus pasos, para hablar mal del Dr. Gaona, empresario de la Plaza México y hablo del delirante Pana que se lanzó al ruedo con un cartelón que condenada los experimentos nucleares del gobierno de Francia en el Atolón de Mururoa, ante un llenazo de la Plaza México en donde se encontraba nada menos que el Embajador de Francia, el mismo genio enloquecido que aprovecha los micrófonos para brindarle la muerte de su segundo toro a las meretrices, prostitutas y todos los sinónimos que definen a las mujeres de tacón dorado y exagerado maquillaje que lo cobijaron en camastros de mala muerte, cuando era nadie, y hablo del matador de toros que todos creían ya extinguido, olvidado en el ostracismo, que de pronto dibuja al óleo, en blanco y negro, un perfecto trincherazo digno de un pasodoble compuesto por Agustín Lara… un muletazo tan volcánico y tan terciopelo que justifica el insolente alarde de tirar la espada y la muleta, retirarse en trance lento, pararse de su localidad en barrera y no volver a pagar impuestos ante ningún gobierno terrenal, dejar el coche en algún callejón aledaño a la plaza de toros y encaminarse al horizonte más lejano, convencido de que se ha presenciado un milagro.

En muchos sentidos, la literatura es una tauromaquia en blanco y negro. El escritor se enfrenta a las azarosas embestidas de los párrafos, caminándole al texto, buscándole los mejores lados en prosa e incluso echando mano de los fantasmas escritores muertos que se han leído una y otra vez, como quien entrena el toreo de salón. Los críticos literarios, tal como los cronistas taurinos desde el tendido, se encargarán de aplaudir o denostar las historias que deja la tinta de cada torero… y el público, sea lector o aficionado, será el que da y quita. El escritor sabrá cómo inventar la arquitectura de una buena página por naturales, los adornos precisos e incluso si algún verso merece que se tire la pluma sobre el papel y se aleje uno del escritorio, arrastrando los pies, despeinándose en el silencioso elogio íntimo que nunca será escuchado en los tendidos, ni por los reseñistas más agudos. Por lo mismo, el torero sabrá si redacta una tanda de más y sólo él, en misteriosa complicidad con el toro, determinará el momento de la verdad, ese punto final con el que se concluye un libro, sin necesariamente esperar ni demandar las orejas ni el rabo del mundo editorial.

Hace veinticinco años, consta que torear con o contra El Pana (que ya era Matador con alternativa y figura más que polémica de la Fiesta) representaba no sólo reto formidable, sino un indicador de que las aspiraciones de cualquier novillero sin nombre podrían volverse ilusiones palpables. Torear con o contra El Pana era una luminosa oportunidad para debatir entre la ortodoxia cuasi literaria y rondeña del arte de torear y la heterodoxia, sevillana, de duende y agitanada, de la pura inspiración como tauromaquia.

Consta que hace veinticinco años, en un cartel mixto en que figuraban Miguel Reyes El Biafra, Víctor Macedo El Jerez y otros héroes anónimos de la Fiesta, se dio la oportunidad de que Rodolfo Rodríguez El Pana bañara con una linda faena premiada con dos orejas a un joven novillero que ese mismo día decidió cortarse la coleta. Desde la soledad más silenciosa del callejón, al tiempo en que El Pana daba una vuelta triunfal, lentamente arrastrando sus pasos en la gloria recién asumida con dos orejas de toro en las manos, el joven novillero asumía llorando el doloroso alivio, el triunfo de la derrota honesta, al saberse ya negado para cumplir sus efímeras ilusiones de figura del toreo, sin saber que veinticinco años después, con cincuenta kilos de más, estaría llorando desde el tendido la indescriptible celebración de un trincherazo perfecto, literatura en blanco y negro, escrito en cuerpo y alma por el mismo Rodolfo Rodríguez El Pana, de todos los tiempos pasados, a quien desde el callejón de estos párrafos le lanzo mis más sinceros signos de admiración.

 
     
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Antonio Casas 10/01/2007  
 
El toreo es blanco pero el panorama es negro. Hay que ver la catarata de ilusión y entusiasmo que ha generado una sola actuación de un torero singular. Ese es el problema que todos los demás parecen fotocopias. Me da la sensación que este no pasó por una escuela de las que hay ahora, donde aprenden a que no les cojan y a ponerse bonitos. Viva la fiesta con toreros geniales, no mecánicos.
 
 
 
   
Ramón Estrada 10/01/2007  
 
Gran triunfo del Pana, pero que viene ahora? al Pana siempre se le critico por no tener una tecnica depurada, que con el toro complicado se ve muy mal, infame con el estoque, pero El Pana en una sola tarde conquisto con su toreo añejo, la pregunta es: ¿será una sola tarde de gran inspiración como la del capitán? solo el tiempo lo dirá, por lo pronto la afición lo quiere volver a ver.
 
 
     
     
     
     
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