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Me llegan ecos de que apenas a quinientos metros de mi casa en un parlamento se debate estos días una de esas milongas eternas sobre si toros sí o si toros no. Vivo en Logroño, provincia de La Rioja, aquí en España. A mí el tema en cuestión me resulta profundamente irrelevante. Esto es, ni me va ni me viene, a mi de los toros no me quita nadie. Ya probé la esencia del arte de Cuchares y se me inoculó muy dentro; tan dentro que de vez en cuando adelanto la pierna, bajo el brazo y le pego un pase al aire que me llena de sentido y control. Autocontrol, los toros son una escuela de autocontrol. Al fin y al cabo los toros son una escuela de vida. Todo es transparente y desnudo o así debería ser. Que haya aquí abajo a quinientos metros una serie de personas que decidan sobre una de las disciplinas que dan sentido a mi vida me deja frío, ni me va ni me viene, no tienen poder sobre mi afición.
Para mi persona la tauromaquia es un valor en sí mismo. El rito de la lidia del toro bravo es una razón de vida y un motivo de ilusión y de esperanza, una espera del encuentro con una culminación que raras veces ocurre. Yo, de pequeño, iba con el toro, no quería que le hicieran daño ni que le torearan en ambos sentidos del término. Luego me di cuenta de algo que me crispó, el toro tenía las mismas intenciones dentro de la plaza que el torero: matar. Entendiendo que los dos eran "los malos" seguí cavilando. Comprendí que con quien yo debía de razonar, de dialogar o parlamentar era con el hombre. Pero este hombre era extraño, lejano, huidizo, una especie de rara avis con quien la palabra se antojaba cuando menos complicada de alimentar. Resolví entender el dilema desde el punto de vista artístico y fue ahí cuando las piezas del puzzle comenzaron a encajar. Poco a poco todo acababa teniendo un sentido aunque a día de hoy quedan mil y una dudas por resolver y entender. Ni el toro es malo ni el hombre es malo. El mundo del toro es inescrutable. Artísticamente decía, el mundo del toro es una puerta abierta a la exploración espiritual y también a la natural o tangible. Es un mundo que comprende dos caminos, el que lleva del campo al hombre y el que lleva del hombre al campo. El animal viene al hombre y el hombre va al animal. Y quién soy yo para interponerme en ese camino...
Decía, y decía mal, que lo que ocurre a quinientos metros de mi casa no me incumbe. Me equivocaba, pensaba de manera extremadamente egoísta. Sí me incumbe, no quiero que me prohiban vivir mis ilusiones.
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