He pensado que a mi abuela materna la indultó la vida. Está por cumplir en unos cuantos días cien años, sigue lúcida, da órdenes y me pregunta si fui a la plaza de toros el domingo. Cuando el verdugo de los años le carga vara, se crece al castigo y su tez que es tan blanca se sonroja.
Esperanza Tovar Aguilar es como los toros de lidia, creció en el campo, en tierras de Michoacán, México. Se alimentó con leche tibia directa de la ordeña de las vacas, sentada entre las pacas de alfalfa y paja junto con sus hermanos que tenían la suerte de tener una vida muy sana entre el rancho y la ciudad de Morelia.
Ella, además de haber sido una mujer hermosa, sobrada de trapío y buenas hechuras, con nobleza y carácter trascendió en su genética y la heredó a sus hijos; ambos por cierto, muy taurinos.
Por ello me atrevo a relacionar su andar con los toros de lidia en este ruedo de la vida, en el que también existen mujeres y hombres que parece que viven inexplicablemente por el paso de los años y por su encastada vida, un indulto.
Como ya sabemos en días pasados, el hierro de Victorino Martín, puso en alto el nombre de su casa ganadera, el toro “Cobradiezmos” marcado con el número 37 y pesando 562Kg, recobró no solo la vida, también reconfirmó la verdad de la bravura, la casta y la pureza de la sangre. ¡Qué regalo nos han dado a la afición entera! ¡Qué triunfo para Manuel Escribano!
Gracias a la divulgación de los medios hoy en día se puede disfrutar en diferentes puntos lo que estaba aconteciendo en la plaza, y así vimos salir de toriles al cárdeno, quien ya traía una fuerte carga en su solo calificativo. Si separamos su nombre compuesto, “Cobra-diezmos“, me lleva a pensar en los usos y costumbres de esta antigua práctica política y cristiana en que sus inicios, allá por el siglo IV y V se acostumbraba a pagar en décimas con frutos del campo o animales, para después hacerlo con monedas, sin saber exactamente cuándo se comenzó a llevar a cabo en las sociedades cristianas. El toro llevaba el nombre de su madre “Cobradiezmas” pero en masculino. Lo que es un hecho, es que el toreo en cada detalle, resume símbolos, relaciona historias, etapas históricas, actos paganos y cristianos que nos lleva a rituales y ceremonias que solamente se dan en una plaza de toros.
Era la undécima corrida de feria y al lidiar al cuarto toro de la tarde, este astado emblemático ya traía la suerte consigo. Toda la estructura de la faena tuvo una trayectoria de lucimiento, desde la bienvenida que le dio el coleta a porta gayola, y cada uno de los tercios de la lidia, en los que el burel, demostró la grandeza de su especie y la de la misma fiesta, que en este mes ha estado por todo lo alto en la Real Maestranza de Sevilla.
Vivimos un verdadero rito, que nos lleva a confirmar la esencia del toreo, y reafirmar la fe de quienes depositamos tantos valores en la tauromaquia. El toro es el símbolo totémico, el mito ancestral que dejó ver en cada embestida la suavidad que consagra cada lance en la arena, ejemplificó porqué el toreo es un acto de amor, una armonía que toca a miles de almas inmersas en un recinto espiritual que es la plaza de toros.
“Cobradiezmos” vino a recordarnos que el toro más bravo humilla, como puede humillar un ser humano en la última etapa de su vida, pidiendo algunos días la muerte, pero luchando a la vez por la vida, en esa dualidad que se vive en una tarde de toros, de soles y lunas, que nos hace consientes de la posibilidad de morir y que también es parte del enigma del mismo ciclo.
El Matador Escribano, nos hizo entrar en estado de gracia al acompañarlo en su faena, sintiendo el arte que palpita en cada espacio diminuto entre la seda y el oro que acaricia el pitón de media luna y lo acompañamos con el sacro coro del ¡Olé!
Transcurrió la lidia y la interacción humana en los tendidos era ya una apoteosis que pedía el indulto, cuando el palco mostró el pañuelo de color cálido la plaza era una verdadera algarabía. El indulto había sido otorgado, se perdonó la muerte, se alargó la vida y con ella “Cobradiezmos” seguirá consagrando su sangre en su ganadería, heredando su bravura y casta de primera clase. Contará a sus hermanos y otros parientes lo que es una plaza de toros, su experiencia en el coso de arenas de oro, sentirá orgullo de su propia consagración, mientras el dolor de las heridas ahora sanan mientras anda por el campo y le han dejado toda una enseñanza a cuestas de una lidia bien toreada, bien templada y rematada.
En mi adolescencia, iba a la Plaza México con mi abuela, disfrutábamos mucho la corrida. Un día entre tanta gente ella se perdió, mi abuelo Luis y el tío Manuel, la miramos a lo lejos en lo alto de una escalinata, junto al cartel inaugural de aquel cinco de febrero de 1946, se veía garbosa y elegante esperando que la encontráramos. Los años pasaron, hoy en día, cada vez que la visito, anido la “esperanza” de que siempre estará en su sitio, le llevo hasta su alcoba un ramo de claveles frescos, y con mis palabras le recreo en su oído una tarde de corrida; la hago sentir el aroma de la plaza, le asusta saber de las cornadas, y mejor le describo de qué color iban vestidos los toreros. Si es el mes de abril, le cuento de la feria de Sevilla, sabe ya de “Cobradiezmos”. Le digo que hasta La Giralda traía peineta alta y fina mantilla; ella sonríe, tiene la lucidez del sol que entra por la plaza. Lentamente toma mi mano, mientras pienso que los días caen como sangre de toro en la arena, como lágrima de la misma Esperanza Macarena, uno a otro, y ella acostada en su recinto, siempre espera mi llegada para sentir nuestro amor infinito, y hablar de faenas que le revivo. También me pregunta temas sobre el amor, quiere saber de sus bisnietos, y si las jacarandas siguen en flor. Veo en sus ojos almendrados lo inexplicable de la vida, el misterio del tiempo, lo increíble de su sano organismo. Me recuesto en su pecho y escucho su corazón latir… ¡No cabe duda, a Esperanza Tovar Aguilar, la indultó la vida!