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En la Alameda de Hércules, donde hace sólo unas décadas estaban avecindados y se saludaban por la calle los Gallos, Antonio Fuentes, Sánchez Mejías y Cagancho… En la Alameda de Hércules, cara a sus gloriosas y míticas Columnas y como vivo rescoldo de las más gloriosas épocas del toreo, sigue abierta e hirviente de vida una casa con mucha historia taurina a las espaldas: la casa de los Chicuelo. Encarnan sus moradores una larga y distinguida prosapia. Un tío abuelo de Chicuelo, el primer Zocato, actuaba en Madrid vestido de plata la tarde de la muerte de Espartero en las astas de Perdigón. Su tío carnal, el segundo Zocato, fue también banderillero, además de el gran valedor de su sobrino en los despachos de las Edades Áurea y Argéntea del Toreo. Su padre, el primer Chicuelo, distinguióse como matador de toros en liza con los héroes de su época. Llega después él, el propio Manuel Jiménez, Chicuelo el Grande, quien aunara en su figura, de modo indisoluble, las dos líneas toreras encarnadas por Joselito El Gallo y Juan Belmonte y cuajara en Madrid, con un toro de Graciliano, una faena tenida por algo así como el punto de arranque oficial de la ligazón en el toreo y, en suma, de lo que hoy conocemos como faena de muleta. Torero de fantasía con sarga y percal, compañero de juergas de Caracol, Cagancho, Pastora, Juan Luis de la Rosa, Tomás Pavón, Marchena, El Sevillano, Niño de la Palma y Curro Puya, fue durante más de tres décadas punto y aparte en el toreo. Regaló a su mujer, Dora La Cordobesita, un dormitorio de plata maciza concebido para una reina, y con eso queda dicho todo… Tocó el turno después a su hijo, Rafael Jiménez Chicuelo, a quien, la tarde del debut en la Maestranza de Chamaco, los sevillanos llevaron a hombros hasta su casa en la Alameda, y que durante varios años concentró en su persona las más elevadas esperanzas toreras rebullentes en el corazón de Andalucía. Se abría de capa Rafael, o dibujaba un recorte con la muleta para dejar en suerte al toro, y algo reverdecía en el recuerdo de los viejos aficionados que habían seguido a su padre, a Cayetano Ordóñez, a Pepe Luis… “Chicuelo: cuando el Duende está en la arena” fue uno de los encendidos titulares que le dedicara Cañabate. Desde niño, cuando su padre lo llevó a torear unas becerras en La Pañoleta, una placita de tienta propiedad de los Gallos, hizo estrechísimas migas con el Divino Calvo. Éste se embarcó en tres o cuatro viajes a Madrid con el exclusivo propósito de verle y no se recató en proclamarle públicamente su torero, lo que, saliendo de los labios que salía, rotos por la cornada de un toro de Piedras Negras y, pese a todo, chupando tres puros habanos al día, no podía sino levantar una ventolera de expectación y envidia. Una tarde en que, en Las Ventas, no le rodaron del todo las cosas, un periodista preguntó a Rafael El Gallo, delante de bastante gente, su parecer sobre la actuación de Chicuelín, como él lo llamaba. -Como yo en las mismas circunstancias –repuso el interpelado. Y todo el mundo, claro, chitón. Rafael Chicuelo recuerda cómo al Gallo, ya retirado, le solicitaban de continuo para que presidiera banquetes de homenaje a prácticamente cada torerillo nuevo que iba saliendo, y siempre le decía que le acompañara. Un día, a Rafael le dio por ahí y, cuando le tocó hacer uso de la palabra, proclamó a viva voz a propósito del novillero agasajado aquel día: -Señores, el torero no vale un duro. Y, además, su padre es un pesado. Cuando la concurrencia empezó a bombardearle con los bollos de pan, se volvió hacia Chicuelo: -Niño, vámonos. ¡Que aquí sobra pan! Anécdotas como esta flotan por las estancias de altos techos de la casa de los Chicuelo, revoloteando por entre las volutas de humo y las astas de toro sin afeitar en las que no se para una mosca. La de hoy es una jornada cualquiera, una de las muchas en que la familia nos ha ofrecido su hospitalidad. Rafael, en batín, recorre las estancias inquieto, sin parar, de un lado para otro, pidiéndome varias veces que me cerciore de que de ningún modo vayamos a ser trece a la mesa. -Joaquín, en esa habitación he contado cinco personas. ¿Quieres hacer el favor de entrar y comprobarlo? Al poco: -¿Estás seguro de que en el jardín hay siete? Anda, cerciórate, no vaya a ser que la liemos. Luego de muchas vueltas y cuentas, estamos ya todos a la mesa por él presidida, rodeados de cabezas de toro. Me interesa saber si entre ellas asoma la de Corchaíto. Pero no, no está Corchaíto, pues su padre regaló la testuz, en su día, al presidente del Banco Exterior de España. Está la de Colmenero, el de la alternativa de Rafael. Y la de otro, Lobito, estoqueado hace ciento nueve años por su abuelo. -Joaquín, Salomé –nos espeta Rafael-... ¡A comer sin remilgos, que aquí somos todos caballos de buena boca! Y empiezan a salir las fuentes de chicharrones, las de jamón, las de gambón, las de langostinos… prólogo al solomillo en hojaldre cocinado por su yerno, José (por cierto que descendiente de Espartero, con lo que el círculo kármico-genealógico viene a cerrarse en perfecto broche). José pasea en hombros a su sobrino Alejandro, que, de repente, se vuelve hacia una de las cabezas de toro y posa la mano en la testuz… con lo que me temo que ya sé lo que va a ser el niño, por más que sus padres no quieran. Entre festín y festín, la dinastía prosigue su andadura. Manuel, hijo de Rafael, tras debutar con caballos en Ronda al lado de Javier Conde y otro torero de larga casta (Francisco Rivera Ordóñez), asombró a propios y ajenos en La Carolina, llamó la atención de la crítica madrileña y cortó trofeos en Sevilla antes de que un novillo desbaratara sus ilusiones, aunque no su inmarchitable afición. Su hermano, Curro Chicuelo, constituye hoy la penúltima esperanza de continuidad en los ruedos de tan ilustrísimo banco genético de toreros. Ausente de las estructuras taurinas, sin apoderado, sin ponedor, fuera del circuito de tentaderos, uno no se explica cómo siendo un Chicuelo, toreando como él torea y habiendo, además, nacido bajo el signo zodiacal de Leo, este hombre no está puesto en las ferias. Más, en un momento en que, en su solar natal, prácticamente no quedan hombres de luces en activo. Porque, dejando aparte a Julio Aparicio, que pertenece al escalafón superior y, por su lado materno, procede de la Alameda (la calle Feria, donde nació, no es la Alameda por apenas unos metros de empedrado), diría yo que Curro Chicuelo, novillero al acecho con la escopeta cargada, es hoy por hoy el único coleta oriundo de este enclave histórico en el toreo. Todavía recuerdan muchos los muletazos que hace no tanto enjaretara en La Maestranza a Liador, un novillo de Villamarta: naturales y redondos con el perfume, los acentos y la gallardía de los de la Edad de Plata. Triunfo a ley escamoteado por un presidente bisoño. Desde entonces, oportunidades, pocas o casi ninguna. No importa. Mirar atrás, sólo para sacudirse el polvo de las hombreras. Lo importante es lo por venir. Nos dicen que a no mucho tardar podrá verse a Curro Chicuelo en el campo. Ya les contaremos, Dios mediante.
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