Era la corrida de la Beneficencia de Madrid y, la expectación, la teníamos servida y, lo estaba mucho más puesto que, como dijimos, TVE se negó a retransmitir el festejo por primera vez en la historia de la televisión; menos mal que, afortunadamente, en este país civilizado y progresista, tenemos las cadenas autonómicas que nos sirvieron en bandeja de plata dicha corrida. Las Ventas se llenó por completo porque, como se sabe, el cartel era El Cid y, dicho torero, en Madrid, puede llenar la plaza cuando le de la gana; en este festejo lo demostró.
Siete horas antes del festejo, un compañero querido, Lázaro Echegaray, - que por cierto ha escrito un libro hermoso- me preguntaba mi opinión en torno a la corrida y, osado de mí, le ofrecí el resultado de la misma y, una vez más, acerté de lleno. Ahí está él para testificar mis palabras. Yo sabía del mal momento, -como todos los aficionados- que está pasando la ganadería de Samuel Flores y, ante todo, por esta razón, me invadía la nostalgia al pensar que, por ejemplo, en el año 1991, Ortega Cano y César Rincón, en la corrida de Beneficencia de aquel año, con toros de Samuel, dieron una inolvidable tarde de toros. Pero esta ganadería se fue apagando y, aquella casta y bravura, lamentablemente, ha quedado en un torrente de mansedumbre que, desde hace años, trae loco al ganadero.
En esta ocasión, los toros de Samuel Flores, sin aparente peligro, ni tampoco malas ideas, no eran los idóneos para el gran triunfo. Bien puestos de guadañas, fibrosos y con movilidad, en la muleta, no eran lo que se esperaba y, mucho menos, en los encuentros con los montados. Algunos, más que embestir, topaban y se quedaban como tontorrones en la muleta. Era una papeleta difícil de resolver que, como pudimos ver, sólo El Cid supo brillar con semejantes enemigos.
Abría el cartel Miguel Abellán que, para su desdicha, ha entrado de lleno en el mundo de las televisiones en lo que a las cuestiones del corazón se refiere y, se está cavando su propia tumba. Esa fama ajena a los ruedos, -Víctor Puerto es un ejemplo- sentencia a los toreros como tales. Entre todos les hacen ver que son más de lo que en verdad son y, cuando creen que les están favoreciendo, como explico, les están enterrando artísticamente. Miguel Abellán es un torero más de los muchos que se visten de luces; que no hace falta en ninguna feria y que, su gran error –aunque él se administre su hambre y su gloria- fue no acudir a Madrid en la feria de San Isidro porque decía que le pagaban poco; claro que, ese dinero que le ofrecían, jamás lo volverá a ver en toda la temporada; pero es su decisión y, nadie se la discutirá.
Lo triste de la cuestión es que, Abellán, no lo ve claro; pero de ninguna manera. Estuvo tesonero y esforzado, pero eso es muy poco para, como él, dice ser torero tan importantes que, como se demostró, la empresa no tenía bastante dinero para pagarle en la feria, de ahí su ausencia. Atrás quedó el Miguel Abellán heroico de otras tardes que, con su valor, asustaba al miedo. En este festejo estuvo trabajador y voluntarioso pero, bagaje muy pobre para el que dice ser aquello que no lo es. Estaba Miguel Abellán en la plaza, nada es más cierto; pero su mente estaba muy lejos de lo que estaba pasando en Madrid. A su tremenda voluntad, habría que sumarle una estocada magnífica en su segundo que lo tiró patas arriba de inmediato. Entre los taurinos, se habla mucho del gafe de Victorino Valencia, su apoderado y, hasta puede que sea cierto; desde que le apodera Valencia, Abellán, no da pie con bola, que suele decirse. Era en este festejo cuando Miguel Abellán tenía que haberse dejado matar, dicho en el más amplio sentido metafórico; pero verídico a su vez. Tenía que haber demostrado muchas cosas y, todo quedó en meros intentos, en una voluntad indiscutible.
Dicen que, El Cid, está en estado de gracia. Yo no creo en supersticiones. Lo que si está claro es que, este hombre tiene una disposición en su cuerpo que, para sí la quisiera el escalafón entero. Sus toros, parejos a los de sus compañeros en lo que a su comportamiento se refiere, en sus manos, lógicamente, dieron otra medida y, a las pruebas me remito. De que eran mansos y descastados lo pudo comprobar toda la afición; pero sus formas de entender a sus enemigos le dieron el resultado del éxito. El Cid tiene una muleta que cautiva, un corazón a prueba de bombas y, ante todo, quiere llegar; quiere ser y, más que nada, quiere estar. Si su toreo con la mano diestra resultó un monumento de majeza, con la izquierda, dibujó varios naturales que, dárselos a sus enemigos, sonaba como el más puro milagro. Había mucho que torear frente a sus enemigos y, El Cid, lo logró. Hasta resultó cogido sin consecuencias porque, claro, estaba pisando los terrenos del toro; esos terrenos que, de salvarte, ganas la partida y, de lo contrario, eres carne de enfermería. Se le ovacionó en su primero porque, a la hora de matar, la suerte, se le difuminó; de haber acertado hubiera cortado una oreja con fuerza. La cortó en su segundo que, si se me apura, algún purista la discutirá por que la espada cayó un pelín baja. Pero debemos de convenir que, un centímetro más o menos en los lomos del toro, jamás debe de emborronar toda la gloria que El Cid había creado con anterioridad.
Cuando Miguel Abellán no le encontraba la medida a ninguno de sus dos enemigos, los comentaristas de la televisión, lanzaban dardos envenenados contra el público de Madrid y, esos mismos palabreros, cuando toreaba El Cid y todo el mundo se le entregaba, decían que no había público más justo que el de las Ventas. ¿Lo entiende alguien? Habría que preguntar lo siguiente: ¿Si el público de Madrid es tan malo como decían los palabreros, cómo es posible que, durante las faenas de El Cid, todo el mundo le vitoreaba? Que conteste el que sepa.
Cerraba el cartel Antón Cortés que, como se comprobó, no tuvo su día. Sus enemigos le afligieron más de lo debido y, el gitano, tiró por la calle de en medio. Si él lo creyó así, respetemos su decisión, no en vano, en el pecado, llevará su penitencia. Como antes dije, la papeleta, no era sencilla; había mucho que torear y, ante todo, mucho que lidiar y, Cortés, en este festejo, sólo ofreció algún que otro atisbo de su arte singular, pero muy poco más. Es cierto que, con otra clase de toro, Antón Cortés, podía haber dado el claro ejemplo de su arte; pero era lo que había y, milagros no se pueden esperar, salvo que te llames El Cid y tengas un corazón como el suyo.