Lo sucedido en este día en Madrid, ello, no tiene nombre y, lo que es peor, clama al cielo. Desdichadamente, alcanzó mayor notoriedad lo que sucedía entre bastidores en el palco presidencial que, lamentablemente, las heroicidades que en el ruedo se estaban dando cita. Es cierto que, el diluvio dejó el ruedo impracticable, de ahí que con acertado criterio, se anunciara la suspensión de la corrida tras matar el cuarto toro. De este modo, la gente, en su ingente mayoría, abandonó el coso y, resulta que, cuando esa mayoría estaba caminito de su casa para secarse la ropa, ducharse y aliviarse de la tardecita, resulta que continuaba el espectáculo. Y todo eso pasaba en Madrid, en la plaza de las Ventas. Tendremos que convenir que, lo que allí pasó, habría que denominarlo como un despropósito, con estafa incluida. ¿A quién querían engañar? O, si se me apura, ¿a quién querían defender? Terrible todo lo que pasó, peor muy cierto. Vamos que, en una plaza de talanqueras no ocurre semejante dislate. Como diría el otro, errores, los podemos tener todos pero, hay momentos en la vida que no se puede errar y, mucho menos, cuando se juega con el dinero de los demás. Al respecto, me vienen a la mente muchos ejemplos; digo al respecto de la suspensión y la reanudación quince minutos más tarde. Esto es como si, por decir algo, se está celebrando una boda y, cuando el señor cura les pregunta a los novios “quieres por esposa a fulanita de tal…” Y, en ese preciso momento, el novio dice que no. Ante tal disyuntiva, los asistentes, indignados y cariacontecidos, deciden abandonar la iglesia. Cinco minutos más tarde, cuando todos se han ido, los novios, por su cuenta y riesgo, hablan con el cura y deciden casarse a escondidas; es decir, tras haber engañado a todo el mundo, se desposan. Aquí paz y, allá gloria.
Como es notorio, pude ver, como cada tarde, este lamentable espectáculo por la televisión pero, entre otros miles, nuestro director Antolín Castro, sabedor de sus obligaciones para con nuestros lectores, tras el anuncio por la megafonía de la plaza de la suspensión del festejo, se marchó raudo y veloz para informar con la premura que nos caracteriza. Sorpresa mayúscula la de él cuando, al llegar a su casa, prende la televisión y comprueba que el espectáculo se está celebrando. Ante estos casos, no sabemos lo que podría sentir Castro porque, en honor a la verdad, disparate tan grande, jamás nunca había ocurrido en Madrid. La autoridad, por consiguiente, tras el bochornoso ridículo, debería de haber dimitido del palco. Vaya “lección” que le hemos dado al mundo con este evento. Terrible, pero cierto.
Tras explicar este conflicto tremendo, respecto a la crónica, habría que decir que, en la arena, había tres valientes a carta cabal; tres hombres que, con enorme desprecio a su vida, eran conscientes de hacer lo que debían; de llevar a cabo su propósito que, en definitiva, no era otro que, cumplir con gallardía y dignidad su única comparecencia en la feria madrileña. Igualmente, para desdicha del ganadero, había una corrida de Miura, floja, descastada y sin alientos. Dos toros fueron sustituidos por otros tantos de Puerto Frontino que, para mayor desdicha, tampoco aportaron gloria alguna.
A medida que trascurría la lidia, la plaza, era un auténtico barrizal y, no digamos ya en la lidia de los dos últimos toros. Algo dantesco. Comprobar lo que estaban haciendo los toreros era increíble; sus ganas, su afán, su ilusión desmedida que, contra viento y marea –nunca mejor dicho- salieron a flote. Como explico, los toros, no les dieron facilidad alguna; todo lo pusieron ellos y, esa voluntad, ese deseo de su parte, así como la lucha contra los elementos, en honor a la verdad, merece un premio mayor.
El Fundi, José Ignacio Ramos y Juan José Padilla, me quedo con los tres, merecen un respeto. Nada dejaron por hacer, pese a tanta adversidad. Hasta con las banderillas intentaron lucirse. Eran, claro, las circunstancias adversas con la que había que lidiar que, los toros, elemento causa del festejo, casi quedaban en segundo plano. Valientes los tres sin recato; esforzados como auténticos gladiadores y, en definitiva, se llevaron el respeto de Madrid que, como siempre digo, es el mejor premio que un torero pueda aferrarse. No cabían florituras; todo iba muy en serio. Los toros, unos por flojos y otros por ilidiables, no daban opciones; como antes decía, eran los toreros lo que lo ponían todo de su parte. Se podría destacar, ante todo, la entrega absoluta de estos valientes; y si se me apura, por encima de todo, una estocada sensacional y maravillosa de José Ignacio Ramos. Labor de toreros machos; siempre harán falta estos toreros puesto que, a lo largo de la historia, ganaderías como esta, para orgullo de estos valientes, siempre las habrá en las dehesas y, a su vez, para ser lidiadas por esas plazas de Dios.