Asistir a un tablado flamenco es una experiencia casi mística. Las bailadoras al presentarse están guapísimas, con sus cabellos firmemente templados hacia atrás en moños adornados con claveles, con sus ojos morunos y misteriosos mirándolo todo con atención, sonrientes, participando de la expectación general.
Las guitarras comienzan a sonar y, lentamente, como si se tratara del inicio de un viaje misterioso; comienzan a sonar los tacones, las palmas, las castañuelas. Gradualmente ese baile cadencioso en el inicio, va tomando fuerza, la bailarina va adentrándose en la música, parecería como si se alejara del mundo real y se transportara y transformara y conforme esto ocurre, se la ve fundirse con la música, sus movimientos se vuelven más apasionados y terminará, con su cabello revuelto, con los ojos insondables y lejanos y con sus manos, levantadas a un cielo desconocido, como palomas.
El día 5 de Mayo en Jerez, Javier Conde, en el segundo toro de su lote; con su toreo único y personal, podía compararse con esas “bailaoras”. Como ellas, comenzó su faena con serenidad, con cadencia y gradualmente, se fue envolviendo en ella y en el toro y su toreo se volvió fantasía, se volvió un viaje propio y personal hacia destinos desconocidos donde, la muleta mandaba y una negra estela, la seguía.
Aún viendo la corrida por televisión se pudo sentir como, lentamente, casi místicamente, Conde se adentraba en su faena alejándose del público, de la vida misma, centrándose solo en su toreo, en aquello que; a fuerza de vibrarle en el alma, le afloraba en muletazos largos, hondos.
La faena fue sin duda de una profundidad personal maravillosa. Conde se dejó ir, su compenetración con el toro fluyó en fantasía, en una quimera personal que, al estar en una plaza compartió con el mundo.
Se puede decir que el día 5 de Mayo, en Jerez se vivió un ensueño del Sur, una experiencia casi mística de compenetración y vibración, transmitidas y sentidas. Como una bailadora de flamenco, Javier Conde se transportó y transformó frente al toro y al hacerlo, pareció envolverlo todo, al propio animal, al público presente, aún al público que lo miró, a miles de kilómetros de distancia, a través de la fría pantalla de un televisor.