Le conocí en la calle y, no era justamente Juan Golondrina que, aún con los zapatos raídos y el pantalón zurcido, era capaz de pedir por las esquinas. Juan, a falta de otras virtudes, zarandeaba unas maracas y, canturreaba sus canciones, siempre, para lograr la caridad de los viandantes. He ante puesto a este personaje pero, en realidad, quiero hablar de Daniel, un chico al que la vida le llevó por los derroteros más horribles y que él, sin apenas fuerza de voluntad, no supo aferrarse a las maravillas de la propia vida y, teniendo un buen fondo como ser humano, en muchas ocasiones, hasta se convierte en un gran hijo de puta por culpa del maldito vicio; es decir, la asquerosa droga que le ha llevado por el sendero del delito, las malas compañías y, por encima de todo, hacia la destrucción de su propio cuerpo. No supo decir NO en su momento y, ahora, con apenas 30 años, es un muñeco roto ante la sociedad.
Daniel es, como se presupone, una víctima más de los millones de seres que divagan por el mundo y que, su maldita adicción, ha enriquecido a las mafias del mundo que, con la droga, han encontrado la fórmula para enriquecerse a costa de tantos infelices que, creyéndose por encima del bien y del mal, cayeron en las garras de la droga y, por ende, a caballo del delito. No estamos hablando de un paquete de cigarrillos; hablamos de un dinero importantísimo que, trabajando, nadie lo puede ganar, por tanto, para poder acceder a su dosis diaria, tiene que delinquir. Horrible su panorama y, lo que es peor, el de todo su entorno; sus hermanos le han abandonado y, en estos instantes, solo que queda el apoyo de su madre que, con abnegación, coraje, sacrificio, voluntad y amor de madre, es capaz de dejarse la vida por salvar la de su hijo. Difícil panorama el de esta señora que, absorta por las hazañas de su hijo, pasa la vida llorando y penando; pero con un trabajo agotador puesto que, ella, como madre, es consciente del terrible problema de su hijo.
Me aterra el problema de Daniel; como el de millones personas que, en similares circunstancias, viven con esa cruz sobre sus espaldas. Y, sin lugar a dudas, el enclave genérico de estas personas responde siempre con la misma tesitura; gentes insaciables que, creyéndose más importantes que el resto de la sociedad, de forma irresponsable, un nefasto día, decidieron probar al “manjar” que otros les ofrecían porque, claro, le prometían el cielo en la tierra, error maldito que, como se demostró, llevó a Daniel a la más vil de las miserias. El, que en sus años mocitos era un muchacho admirable, ahora, no es otro que, un muñeco roto por la maldita droga. Como siempre ocurre, era una noche de copas en que, el avispado de turno, incita a la juventud inexperta a probar el manjar más rico del mundo y, como se da la curiosa circunstancia de que, en España, la droga se vende con mayor facilidad que los propios cigarrillos, en honor a la verdad, es muy sencillo caer en la trampa; y Daniel cayó, como otros miles de colegas que, tras probar aquello, ahora andan errantes por el mundo, al margen de tener el cuerpo destrozado y sin esperanzas de ningún tipo. La “coca” como dicen, hace milagros; justamente, el “milagro” de llevarse a la tumba a miles de desdichados que, sin criterio ni personalidad, han caído en las garras horribles de esta sustancia mortífera que, tras proporcionarte un rato de felicidad, te está comprando la mortaja.
Lo peor de la droga, lamentablemente, no es la droga en sí que, por supuesto, es la causa efecto de todos los males del individuo; lo triste es todo lo que puede sufrir el entorno del drogadicto. Pienso que, en definitiva, no existe peor enfermedad que la aludida y, tenemos que llamarla de este modo: ENFERMEDAD. Es verdad que, un cáncer puede aparecerte sin que tú lo pidas y, las causas de la droga, es algo que tú te has buscado; esa es la diferencia aunque, para consuelo de estos desdichados, llamémosle enfermedad y, entre todos, intentemos curarles; cuando menos, intentémoslo. Sigo viendo a Daniel y, los ojos se me llenan de lágrimas; no es justo, aunque él se lo haya buscado. Y veo a su madre, la que palpo su dolor y sus miserias; la que ha aguantado las broncas de su hijo, incluso sus agresiones, desprecios y humillaciones, siempre cuando está bajo los efectos de la sustancia mortífera que, si Dios no lo remedia, un día, les llevará a la tumba; al hijo por drogadicto y, a la madre, justamente, por ser madre del individuo aludido. Qué triste, Dios mío que, en un momento determinado, medio gramo de sustancia horrible, pueda arruinar una vida para siempre; una vida y las que están alrededor.
Quisiera que Daniel, en esta ocasión, me leyera, me entendiera y, al final, como siempre le dije, procure hacerme caso y acudir a una clínica de desintoxicación; es su única salida, su único asidero; eso y su fuerza de voluntad, esa que le pido tenga para plantarle cara a la vida, pero por derecho, como hacen los hombres, nunca los muñecos rotos porque otros hayan querido jugar. Estas líneas no son para él; las escribo para los que, como en su caso, viven prisioneros de esa maldita adicción que les ha arrebatado ilusiones, quimeras, deseos y esperanzas. Miles de personas, en España y en cualquier lugar del mundo, seguro que estarán maldiciendo aquella noche horrible que, con haber dicho que NO, todo lo hubiera arreglado. No supieron y, ahora, están pagando la peor factura que se puede pagar en la vida; la destrucción de la misma en plena juventud.