La música, ese lenguaje universal que une a todas las criaturas mortales, en ocasiones, puede resultar ser el arma con la que luchar contra el hambre y, a veces, hasta para mitigar el dolor del alma y erradicar la soledad. Ser músico instrumentista es, como todo en la vida, una vocación que, al paso de los años, se torna en pasión incontestable. Miles de hombres y mujeres esparcidos por todo el globo terráqueo, han fundamentado su vida en aras de la música. Algunos, los menos, han encontrado un hueco en las bandas de música, conjuntos o acompañando a ciertos artistas en sus actuaciones en directo; esta última modalidad ya casi en desuso puesto que, los cantantes, salvo pocos, rara vez pueden permitirse el lujo de pagar a unos músicos que les acompañen.
La música, lo confieso, suele ser enfermiza, dicho con la mejor de las intenciones. Los músicos instrumentistas, hombres o mujeres, sienten verdadera pasión por su quehacer que, apenas les importa tener un medio, un lugar, una formación donde ganarse la vida, caso de las bandas o conjuntos antes explicados. Son innumerables los artistas que, nacidos en España o llegados hasta acá desde cualquier parte del mundo, de forma concreta de la Europa del Este, son capaces de ganarse la vida en las mismas calles, justamente, esperando la caridad de los viandantes que, arrebatados por los sones de las melodías que van escuchando por las calles, tengan la amabilidad y la generosidad de ayudar con unas monedas a estos seres ilusionados que, quizás esperando una oportunidad que no llega, no dudan en ganarse el sustento de este modo tan singular y peculiar.
Estos músicos o artistas de la calle, les he visto y escuchado en distintos puntos de España pero, ahora mismo, me estoy acordando de un terceto que el pasado año pude verles en Sevilla y, todavía me estremezco al recordarles. Tuve la dicha de escucharles en directo en todo su concierto y, sin lugar a dudas, debo de confesar que, pasé junto a ellos una hora inolvidable. Obviamente, como todos los que estábamos de espectadores, les di un dinero que, nunca antes me había parecido tan justo. La curiosidad me hizo preguntarles sus nombres y lugares de origen. Eran dos hombres y una mujer. Bladimir Rostrupey, catedrático de flauta; Brenda Lucacy, catedrática y virtuosa del violín y Andrey Bouraty, profesor de guitarra; los tres, rusos. Como dijo un andaluz muy gracioso tras escucharles “vaya cartel de feria para una tarde de tronío”. Expresión muy del mundo de los toros pero, desde Sevilla, todo es posible, dado la afición que en aquellas tierras sienten por la fiesta taurina.
Como explico, para estas personas, sólo les queda el reducto de la calle. Algunos, muy pocos, logran su cometido cual es ingresar en cualquier banda u orquesta española aunque, las plazas son tan limitadas y el elenco de españoles tan grande que, lógicamente, todo está copado por nuestros compatriotas, algo coherente y normal como relato. Pero causa pudor ver a personas con ese talante artístico a sus espaldas, esos conocimientos tan vastos, esa cultura musical tan extraordinaria y, a fin de cuentas, tengan que ser artistas de la calle, sujetos, irremediablemente, a la caridad de los viandantes; la caridad y del tiempo puesto que, en ese mundo en que vivimos, encontrar a alguien que, en su alocada carrera por la vida tenga una hora para dedicársela a unos artistas callejeros, ciertamente, también tiene su mérito.
Para ellos, Brenda, Bladimir y Andrey, mi respeto y admiración. Me pongo en su piel y, hasta puedo temblar. Tener una carrera como la de músico, con la complejidad de este menester; con el sacrifico tan grande que, durante muchos años han llevado a cabo y que, al final, tengan que vivir de la caridad justamente en un país que no es el suyo, ello puede causar estupor en el primer ser humano que tenga un mínimo de sentimientos. Ahora, al recordarles, todavía disfruta mi alma, se relaja mi espíritu y se enaltece mi corazón porque, a Dios gracias, el lenguaje de la música sigue siendo universal y, justamente, donde todos logramos entendernos.
