Hace diez lustros, justamente cuando estaban en candelero una baraja de toreros inolvidables, entre otros logros, aquellos hombres crearon una escuela, digamos una forma de entender el toreo que, como se sabe, en nada se parece a lo que sufrimos en la actualidad. Ciertamente, había toros y, con los mismos, todo era posible. Era la época del toro en tipo pero, vaya forma de dar cornadas a diestro y siniestro. Aquello de las sustituciones, era algo propio de la época. Es decir, en las grandes ferias, los toreros que por razones varias quedaban ausentes del ciclo en cuestión, éstos quedaban como sustitutos y, muchos de ellos, obviamente, entraban en los carteles por dicha vía. Eran otros tiempos y, la raza de aquellos hombres, su dignidad, su sentido torero y sus consecuencias, en los tiempos actuales, parece que aquello nunca existió. Vivimos otra forma de entender el toreo y, el taurinismo, a sabiendas de que no existen aficionados, desdichadamente, todo se lleva a cabo pensando en la mayoría festivalera que solo acude a las plazas de toros para que les vean y, pasarlo en grande luciendo sus mejores galas.
En aquellos años, al margen de las cornadas, en los ruedos, se escuchaban broncas de estrépito cuando el torero no había estado a la altura de las circunstancias. Era, claro, el momento del todo y la nada; o se llevaba a cabo la faena soñada o, por el contrario, arreciaba la bronca fuerte. ¿Ha visto alguien, en los tiempos actuales, pegarle una bronca a un torero? Ni por asomo. Entre que los toreros se tapan con las faenas vulgares y en que la mayoría de los espectadores son ignorantes en materia, escuchar una bronca, hasta nos sonaría rarísimo dentro de una plaza de toros. Hasta ese punto ha cambiado todo. De forma lamentable, al paso de los años, murió la figura del aficionado y, el toreo, ha quedado en nada; pruebas cantan a diario; ni cornadas se llevan ahora los toreros. No sabe el pobre Paquirri la grandeza que le dio a la fiesta taurina. El toreo todo, jamás terminará de agradecerle a dicho diestro que entregara su alma a Dios, si acaso, para darle crédito a una fiesta adulterada y desacreditada.
En los años a que me remonto, razones de edad, obviamente, me impidieron ver al creador del quite del perdón, entre otros muchos logros. Pero la historia y el propio maestro Pepe Luís Vázquez Garcés, me han contado lo que para él era una anécdota puesto que, en sus tardes negras, en el último toro, hacía el quite, dibujaba media docena de verónicas y, las lanzas, se tornaban cañas; he aquí, el quite del perdón. Queda comprobado que, en aquellos tiempos, el toreo, en su conjunto, era de otro modo; se toreaba de capote, se hacían los quites aludidos y, la grandeza del toro – pese a que dicen que era poco voluminoso- era la que llenaba el sanatorio de toreros con las carnes laceradas de los diestros.
Ahora, sin apenas aficionados, sin quites, sin riesgo; sin cornadas por tanto, apenas queda un triste sucedáneo de lo que supuso aquella fiesta maravillosa que, en estos momentos, salvo en contadas ocasiones, apenas podemos admirar. Respecto a los toros, como tales, salvo las ganaderías que todos sabemos, lo demás es pura parodia; los toreros, otro tanto de lo mismo. Y, respecto a todo, me atrevo a confesar que no es este un canto derrotista contra la propia fiesta, es un lamento al comprobar hasta donde hemos llegado. A la actual fiesta, con toda seguridad, no la salva ni el famoso quite del perdón.