Tenía que llegar. Algún día tenía que pasar, y pasó. En Sevilla, pasó. Llegó el triunfalismo desbocado y quería arrasar con todo. Las cámaras de televisión permitieron que todo el mundo pudiéramos comprobar hasta dónde llega el triunfalismo.
No era baladí, que todos estos años atrás se insinuara, se declarara que esto podría pasar. Era de todo punto lógico. Una permisividad absoluta, un constante coqueteo con “to er mundo e güeno” y las consecuencias tendrían que aparecer por algún lado. Y no crean que los síntomas no estaban ya instalados y reconocidos en cualesquiera de las plazas de toros, que lo estaban; lo que faltaba por ver era que una plaza de la categoría de La Maestranza sevillana se uniera al carro de los despropósitos. Ya se ha apuntado al triunfalismo.
Lamentablemente, ha tenido que coincidir con el irrebatible e inobjetable triunfo de un torero como El Cid. Este no ha necesitado de esa corriente triunfalista para poner el toreo en su sitio; del mismo modo, no lo ha necesitado Victorino para poner el toro en el suyo, pero al hilo de estos triunfos legítimos, o quizás por ellos, la manifestación triunfalista se ha puesto en marcha, ha encendido el ventilador y quiere llevarse por delante el prestigio de la plaza y de la afición sevillana.
Pero, como decíamos, tenía que llegar. A los espectadores en general y a los figurantes en particular, se les ha cedido demasiado terreno, abonando con ello esta corriente. Una irresponsabilidad de la que ahora se hacen eco los mismos que la instalaron. Sin ir más lejos, ayer mismo, minutos antes, en la retransmisión televisiva, se ponderaba lo importante que es el público sevillano, lo bien que sabe esperar y medir. Yo pregunto ¿El qué?. ¿Quienes son ese público sevillano?. ¿El que tiene perdida la brújula y da ese espectáculo grotesco ante el mundo entero pidiendo el indulto injustificado de un toro? ¿Para qué? ¿Para divertirse?. No es serio el comportamiento de ese público y tampoco lo es el adularle permanentemente.
Hagamos separación inmediata de los verdaderos aficionados de Sevilla y que ayer mismo sintieron vergüenza de compartir asiento con tales compañeros de localidad. Esos aficionados, que en silencio -este sí- vienen comprobando cómo su plaza, seria y objetiva ha derivado en plaza de triunfalismos, donde acabar la tarde en “triunfo” es mucho más importante que exigir y esperar un triunfo de verdad. En la misma feria se ha dado, en contraposición con la vehemencia y el despropósito del que se ha hecho gala. Y así, y de la misma corriente, el palco se ha hecho triunfalista también. El otro día alguien apuntaba ¿cómo se puede ser asesor en el mismo, siendo familia de uno de los que actúan?. Hoy nosotros tenemos que hacernos otra pregunta ¿No será que a toda costa se quiera ensalzar lo más representativo de Andalucía para, al menos, igualar el éxito de un ganado forastero?.
Ayer lo pudimos ver. Orejas con más facilidades que las compras en los grandes almacenes. Una faena pulcrita y cuyo mayor mérito estuvo en el mirarse en el espejo, ante un toro noble como el solo, que no paradigma de bravura, llevó a la conclusión que el público montara un número de aquí te espero; que un matador hasta se llegara a creer que aquella petición era seria, que pinchara antes de agarrar estocada y, finalmente, dos orejas exageradas y una vuelta al ruedo al toro, exagerada también. Broma ya era la petición de indulto del público, pero no quedó más allá la tropelía del palco con la concesión de la segunda oreja y la vuelta al toro. Y eso que llovía sobre mojado del día anterior y de otros, pues este año se engancharon al triunfo de El Cid en Resurrección y todos los días, algunos con razón, lo querían emular.
El triunfalismo ha hecho presa en los públicos que acuden a las plazas. La afición está en minoría en todas ellas. Los empresarios, con cierta dosis de razón, quieren que se llenen las plazas para cubrir el taquillaje y no hacen preguntas al que compra las entradas de si es o no aficionado fetén, y así, de este modo, estamos donde estamos. Un círculo vicioso de imposible solución. Nadie ha fomentado la fiesta en autenticidad en décadas, a los que la reclamábamos se nos ha llamado derrotistas, a los aficionados que lo exigían, hasta terroristas y así, poquito a poco, se han invertido los términos y la fiesta es una sucesión de imposturas que solo guardan como auténtico el vestido de torear y que los toros suelen ser negros y tienen astas, aunque éstas sean manipuladas en muchos casos. Eso es lo único que la une con su pasado. Un pasado donde los aficionados, que los había en legión, estaban formados e informados y hacían de la plaza y de la lidia un lugar de exigencia y no la simple recreación de un ballet, donde al final lo que importa es que el bailarín salga en hombros y que los toros hayan colaborado en esa representación.
El triunfalismo ha llegado ya a Sevilla con una fuerza descomunal. Otra pérdida más para esta Fiesta en decadencia. Pronto llega Madrid y principios de triunfalismo hay en temporadas anteriores y, lo que es peor, ganas de los profesionales de que así sea. Mucho nos tememos que esta “Lengua azul del espectador”, que es un mal demoledor, esté ya tan extendida que sea imposible erradicar. Más vale un solo día de autenticidad que una docena de episodios como el de ayer y anteayer en la Maestranza. Tomen nota, luego no valdrá rasgarse las vestiduras.