Grata tarea la de escribir sobre Joaquín Vidal, quizás el penúltimo legionario de la prensa taurina escrita en el mundo. Y digo legionario porque si Vidal hubiera sido torero, hubiese sido como Ruiz Miguel. Aunque también como "Antoñete" y con cositas de Curro Vázquez. Hubiera tenido el valor de enfrentarse a los toros de más poder, como lo hacia el de San Fernando, a esos toros que tanto echaba en falta el maestro Vidal. Pero además hubiese tenido la maestría de Chenel y la clase del de Linares.
En América y más a mi edad, nací en el año setenta y cuatro, conocer la obra de Joaquín Vidal era casi imposible, si acaso sabíamos de él por los ataques que sufría desde un semanario taurino bajo el título de periodismo de estercolero en el diario El País, un título subido de tono para aquellos que hasta ahora llegábamos al seguimiento de la temporada taurina europea a través de medios escritos españoles. Pues nada, así lo leíamos y así lo tragábamos. Pero corrieron los años y el prodigio de internet permitió acceder a todo aquello que literariamente era una quimera en años anteriores. Aparte de muchas otras cosas, pudimos acceder a las crónicas del diario El País y descubrir no solo a un periodista que defendía la integridad de la fiesta sino a todo un maestro de la pluma. Porque con que gusto se leía a Joaquín Vidal. Se devoraban las crónicas de las corridas de San Isidro así fuera delante de la pantalla de un computador y no con el placer de un periódico en la mano. Entonces el estercolero quedó solo para aquel que lo mencionaba porque lo que escribía Joaquín Vidal era de gloria, además de servir para abrir los ojos frente a lo que ocurría en la fiesta de los toros. Desafortunadamente pudimos llegar a él tan solo desde el año 2.000, pero algo es algo, decimos en mi tierra. Era como ver al maestro "Antoñete" en su penúltima etapa torera. Degustando la maestría bizarra de un crítico consumado, así no hubiésemos podido leer a Vidal en los años de más agite, allá por los ochenta, cuando la fiesta terminó de torcerse para mal.
Entrados en su calidad literaria y en su prosa, Joaquín Vidal escribía con la sabiduría que tiene el hombre privilegiado que nace cerca del mar. No en vano también era experto en temas marítimos, su otra gran pasión. Para gozo de sus lectores, escribía con la placidez de una ola cuando fenece en la arena de la playa, pero también con la furia de un mar embravecido cuando veía que lo que ocurría en el ruedo no era para nada cercano a la gloria de la fiesta taurina.
Joaquín Vidal, además de su calidad, era de los pocos de su especie que informaba con la verdad. Un oasis en el desierto, un grito en la multitud. Añoraba la materia esencial de este espectáculo: EL TORO. Como si fuera poco. Y pregonaba que no había toro, porque el torero necesitaba que el toro cada vez fuera menos toro. Vaya lección y vaya verdad.
Marcó también el rumbo del periodismo taurino legítimo, con una conducta que le criticaban pero que encerraba toda su verdad y era el vivir alejado del taurinismo, lejos de esos personajillos que tienen esto sumido en la miseria. Algo tenía de razón, o no?.
Todo su carrera con la verdad por delante, cruzándose, parando, templando y mandando, con solo sus escritos, como todo un torero, que al final se llevó la gloria del recuerdo perenne de sus lectores porque nada más satisfactorio y elocuente y que revela el valor de su titánica labor y es que los grandes aficionados de Madrid lo tuvieran y lo tengan como uno de sus referentes, aún después de muerto.
Sólo queda seguir su camino y seguir en la lucha por un espectáculo digno, que recupere lo que Vidal siempre añoró: EL TORO. Como si fuera poco. Y una frase retumbando en la cabeza: Después de Vidal, la nada.