Leyendo y releyendo los comentarios a mi artículo anterior he podido descubrir, entre líneas, alguna incomodidad de aficionados que, acostumbrados a ver las corridas de toros como se conciben actualmente, resienten que un viejo aficionado como yo señale vicios que se han ido arraigando en la fiesta. Es natural, a nadie le gusta descubrir que su espectáculo favorito tiene aspectos negativos de los que no se había percatado. Es como descubrir que la pareja, que uno considera perfecta, tiene defectos. ¡Claro que los tiene! Sino sería de otro mundo. Eso no debe preocupar a nadie porque, sabiendo que existen y cuales son, tiene la libertad de tomar una actitud frente a ellos: aceptarlos sin incomodarse, tratar de corregirlos, luchar por su erradicación o convenir que no son defectos sino virtudes. Lo que no puede es ignorarlos.
La corrida de toros es el espectáculo interactivo por excelencia, el público participa permanentemente, con su aprobación o rechazo, en todo aquello que sucede en el ruedo. Es un derecho que sólo debería ser ejercido por los aficionados, pero en la práctica el resto del público, contagiado, se mimetiza con los entendidos y participa en lo que podría llamarse juicio popular, con premios y castigos para los protagonistas. Pero, todo derecho conlleva una obligación y el aficionado, que puede aplaudir lo bueno y pitar lo malo, está también llamado a preservar los valores fundamentales que dieron origen a la fiesta. Para ello debe estar atento y evitar que en nombre de la evolución se introduzcan vicios que desvirtúen su esencia y la distorsionen al punto que puedan llevar a convertirla en una caricatura de si misma. Es por ello una obligación para quien, en capacidad de advertirlos a tiempo, los haga de conocimiento público para que se sepa de su existencia y el peligro que representan, para su temprana corrección. Enterado de ello, cada cual podrá aceptarlos o no de acuerdo a su libre albedrío, que no es libre si no producto del conocimiento razonado del puntual asunto sobre el cual va a decidir.
Los vicios de nuestra fiesta no difieren mucho de otros, como los relacionados con el tabaco y el alcohol: Se presentan inofensivamente como algo circunstancial y hasta anecdótico. Poco a poco, los de la plaza, en la medida que se repiten, sin objeción de la autoridad y la complicidad de periodistas deshonestos, se establecen como rutina para terminar aceptados como cosa natural por el público poco avisado y aún por aficionados de prosapia cansados de nadar contra la corriente mercantilista que rodea el espectáculo.
La actitud de “dejar hacer, dejar pasar” es cómoda y frecuente pero no la comparto y, en la medida en que cuente con una tribuna libre, como lo es OPINIÓN Y TOROS, seguiré esgrimiendo, una y otra vez, los argumentos que considero deben defenderse, para el bien de la fiesta brava.
Considerar que la forma de ver los toros ha cambiado con el correr de los años es un error. Antaño como hogaño, el ojo crítico del aficionado ha estado orientado a valorar las calidades y características del toro y el trabajo del torero en función de ello. Quien va a la plaza con otro temperamento, sólo a pasar un rato agradable, forma parte del público pero no califica como aficionado.
Lo que ha evolucionado es el espectáculo mismo, comenzando por el toro. El de ayer no es mismo al de hoy. Ha variado con la selección y cruce realizados por los ganaderos quienes durante décadas han venido ensayando fórmulas para satisfacer sus propias metas de obtener toros bravos que, manteniendo la fuerza y temperamento originales, no tengan los defectos y bronquedad de sus ancestros. En muchos casos se logró y no podemos mezquinar aplauso a quienes lo hicieron. Pero allí no terminó la cosa. Se pensó que era necesario, además, dotarlo de nobleza y buen son en la embestida. Los ganaderos que alcanzaron éxito en este nuevo propósito se convirtieron en los engreídos de los toreros que reclamaban ese ganado para sus actuaciones. Hasta aquí podríamos decir que todo andaba en términos aceptables hasta que las figuras, viendo los logros alcanzados, empezaron a exigir otras cualidades en los toros para poder desplegar su “arte” a plenitud. Es decir, un toro a la medida, como un par de zapatos confeccionado a mano. Se echó más agua al vino y se continuó con los cruces para obtener más suavidad, más nobleza, justita bravura y poco temperamento, lo que dio como resultado el toro artista, colaborador y bobalicón de hoy. Con él la fiesta ha perdido la esencia misma de su razón de ser:la emoción que produce la sensación de peligro. ¡Y hay quienes, con candor, se preguntan por qué se ha alejado el público de las plazas!
En muchos casos los vicios en la fiesta no son otra cosa que la degeneración o mala aplicación de prácticas que en otras circunstancias podrían estar justificadas. Veamos algunos ejemplos:
El estoque simulado, tema de mi nota anterior, podría estar justificado para un matador lesionado temporal o definitivamente pero, el que se use en todas las corridas por casi todos los toreros, es un vicio que divide la faena de muleta en dos partes: con el estoque simulado para el lucimiento del torero y con el estoque de acero para darle muerte al toro. Eso está mal. La faena de muleta es una obra de arte en un sólo acto, partirla en dos es un despropósito.
Soy consiente, sin embargo, que el estoque simulado se ha enraizado en la fiesta y va a ser difícil que alguien pueda desterrarlo de los ruedos. La batalla está perdida. La gran mayoría lo acepta como algo normal y el próximo paso será otorgarle patente de corzo reglamentando su uso. Habría que empezar modificando la estructura de la lidia para que los tercios actuales se conviertan en cuatro cuartos. De esta manera el cambio de estoque se convertiría en un cambio de suerte más que se realizaría, con toda formalidad, a pedido del matador, concedido por el presidente de plaza y anunciado con toque de clarín. Eso si, habría que acondicionar los tiempos para que el diestro no se pase de faena y cambie oportunamente el estoque antes que le receten el primer aviso.
Alguien puede pensar que existe algo de sarcasmo en el parágrafo anterior y no se equivoca. Pero… no tengo a mano otro recurso para hacer reaccionar la conciencia crítica de los aficionados amodorrados a fuerza de la mala costumbre.
El pico de la muleta. Recurso plenamente justificado cuando el toro se cuela buscando el cuerpo del torero. Es mucho mejor que el diestro lo utilice para alejar al toro de si antes que estar dando respingos hacia atrás para evitar la cogida. Con los toros nobles, boyantes y de franca embestida es un vicio en el que muchos matadores –figuras algunos- incurren para aliviarse y tomar indigna ventaja.
La “carioca”. No inventada pero sí popularizada por el picador Atienza, consiste en taparle la salida al toro con el caballo. Puede llegar a justificarse con el manso que no se deja picar, pero hacérsela a todos los toros es un vicio que no debemos tolerar.
El peto. Se inventó para proteger al caballo y eso está bien. Lo que está mal es que se lo utilice para estrellar al toro contra el caballo y, en una sola reunión, aplicarle el multipuyazo dentro del cual no falta la rectificación de ubicación de la puya y el consabido metisaca, odioso acto en el que algunos varilargueros han alcanzado pericia, propia de una máquina de coser.
La “ruleta” o ronda de peones en la que dos subalternos le dan vueltas al toro herido, con el propósito de que la estocada haga destrozos en su interior, no tiene justificación alguna y debe ser repudiada. Es costumbre –reglamentada en algunos países- que el matador luego de la estocada puede contar con la colaboración de dos peones para culminar su tarea. Se debería entender que para ayudar a ponerlo en suerte para una nueva estocada o para que pueda ejecutar adecuadamente la acción de descabellar –Roberto Domínguez no necesitaba ayuda y lo hacía con un arte insuperable-. El darle vueltas al toro herido es llevar al extremo el exceso de capotazos que está prohibido en el reglamento mexicano, no obstante lo cual, en la corrida televisada en directo desde la México, el pasado domingo 6 de marzo del 2005, una vez más el comentarista de turno no solo justificó tan negativa práctica sino que explicó que es lo que se debe hacer para abreviar la muerte del toro. El daño que está causando a la fiesta este mal periodista puede ser incalculable y resulta inpostergable averiguar su nombre para exhibirlo en la lista de LOS IMPERDONABLES.