Comentaba la escritora Rosa Montero, en un reportaje que han hecho sobre ella en Televisión Española, cómo cuando su padre se marchaba a torear, ella le daba un beso, el padre vestido de torero, y le decía: “Suerte papá”. Ella era una niña entonces. Su padre había sido matador de toros y posteriormente había cambiado el oro por la plata. Pero trabajó con nombres importantes y mientras había temporada en España no parecía que las cosas les fueran mal en casa. Otra cosa era cuando terminaban las temporadas.
En la narración de esos recuerdos la escritora hace un inciso para comentar algo que le resultaba extremadamente curioso en la persona de su padre: era un hombre que amaba mucho a los animales, paradójicamente. La presentadora del programa se queda conmovida con ese dato, fíjate tú, quién lo diría. Y Montero añade que no era el único torero al que le pasaba esto, que ella había conocido a otros toreros que amaban a los animales.
En este aspecto irrita la entrevista a Montero porque deja la sensación de que lo normal en un torero es odiar a los animales, y entre todos ellos mucho más al toro, al que se lastima cada tarde. El grueso de los toreros aparecen entonces como personajes que guardan odio, que destilan rencor y violencia y que la ejercen contra el animal al que se enfrentan cada tarde. Y me pregunto yo ¿no habrá ido nunca Rosa Montero a una corrida de toros? ¿No habrá tenido ocasión de ver como en ellas no hay masacre, ni violencia propiamente dicha, ni intenciones de dañar a nadie en el ejercicio de la lidia? Inevitablemente, al escuchar estas declaraciones me acordé de otra hija del gremio, la ministra Cristina Narbona, en este caso no es hija de torero sino de crítico taurino, que no tuvo ningún inconveniente en asegurar que el toreo estaba directamente asociado con la violencia de género.
En ambas declaraciones existe el estereotipo del torero, y de la fiesta: se afirma, así por así, que quien a esa profesión se dedica es hijo de la violencia, y a ella se consagra. No hace falta decir que eso no es verdad pero en ocasiones la verdad que queda en la mentalidad colectiva no es la verdad en sí, sino la que la gente quiere escuchar, creer y contar. Sin embargo, no hay violencia en el torero, no hay violencia en las plazas de toros. Todo se ejecuta en función de un ordenamiento. El toro es un animal para la lidia, para la muerte en presencia de una gran cantidad de personas y es, precisamente por eso, el animal más protegido del mundo, para el que más leyes se hacen, para quien más se regula en pos de su bienestar. Existe, por tanto una distancia importante entre lo objetivo, la forma en que se desarrolla la lidia, y lo subjetivo, la idea que alguna gente tiene, o quiere tener, de ella.
Es importante reflexionar sobre los conceptos pares, objetivo y subjetivo, en este asunto porque es en la relación de ambos donde surge la estereotipación. Ésta no cuenta realidades sino puntos de vista, percepciones que una persona plantea como aspectos universales aunque que no tengan por qué tener base en la realidad. Enfrente del estereotipo está el autoconcepto. Entre los dos conforman una lucha entre una forma de mirar y una forma de mostrarse. La estereotipación genera realidades subjetivas, es decir que no tienen por qué ser reales ya que antes de ser construidas por la realidad, lo son por percepciones particulares.
Una de las funciones de los/as escritores/as debe ser romper con los estereotipos. Y este ha sido el objetivo en la vida de muchos de ellos y así han luchado contra los estereotipos creados contra la mujer, contra los/as emigrantes, contra las razas… Y sin embargo, qué fácil resulta crear un estereotipo de buenas a primeras, o en alguna ocasión, reproducir ese que ya existe. Ser coherente es una de las cosas más complicadas de este mundo. Exige mucha capacidad de análisis, mucha reflexión y un gran valor para saber tomar, en cada caso en la posición adecuada, sin miedo a ser, a la vez, estereotipado por ello.