Sucedió en la corrida del jueves en Madrid, una corrida de Fuente Ymbro que tuvo buenas hechuras y que en general funcionó. Sucedió, digo, que se pudo ver por televisión a un torero que sin haber cortado orejas a su toro ni obtenido ningún triunfo habló bien del mismo, dijo que tuvo clase, que tenía cosas que torear, que el toro había sido bueno. Fue el segundo del lote de Joselito Adame un toro que pese a lo que se dijo de él en los micrófonos de los comentaristas, que tampoco lo pusieron del todo mal, tenía su aquel y había que fajarse con él. Defectos, seguro que los tenía: de vez en cuando andaba de lado y eso hacía que se quedara muy abierto a la hora de citarlo para el primer muletazo. Pero una vez que el toro arrancaba, metía la cara, tenía fijeza y como aquel que dice, pedía el carné. Total que la faena tuvo emoción para el aficionado pese a que otra parte del público quizás no supo verla.
Saco a colación esto de hablar bien del toro porque no es una cosa que se vea habitualmente. Ni cuando las cosas han ido bien y el torero ha recogido sus trofeos. Hay una tendencia general a hablar mal del toro, a echarle la culpa al de negro, a justificar con su comportamiento una faena anodina. Esta actitud, enerva. Hemos llegado a hablar del toro como si su excelencia fuera una condición imprescindible antes que deseable. Hemos perdido la conciencia de que el toro es ante todo animal, con libre albedrío y libre comportamiento y sin raciocinio. Hemos llegado a olvidar que la excelencia eterna solo puede ser exigida a la máquina pero no a los seres vivos. Ni siquiera al hombre se le puede exigir excelencia continua.
Es tendencia actual. Ya no se habla de la condición del toro para definirlo sino para sacarle los defectos, para justificar la incapacidad del torero de turno. Las tornas han cambiado y es posible que se deba a que ya ha calado del todo esa idea del toro amigable, o como dice algún crítico taurino al que muchos tacharán de ‘integrista’, tal y como comentaba nuestro compañero Andrés de Miguel, el toro hermano.
La tauromaquia es otra cosa. La tauromaquia no es ser capaz de cortarle las orejas, o de montar un gran lío, a un toro de cualidades perfectas. Es el arte de saber adaptarse a las características de un toro hasta conseguir que sea él quien se adapte a las del torero; es el ir haciéndolo poco a poco hasta llevarle a la muerte; es un método científico en el que el guión nunca puede estar escrito; en el que el papel del toro es ser toro, no toro bueno o toro malo sino toro, y el del toreo, ser capaz de lidiarlo y en la medida de lo posible crear belleza estética teniendo siempre presente que la lidia en sí misma ya es bella, aunque no sea estética.
La crítica actual, muy lejos del ‘integrismo’, enseña las mil maneras de sacar los defectos al animal y evita a toda consta hablar de los del torero, de su capacidad para adaptarse a las circunstancias. Por su parte, el torero se ha convertido en un ser que se excusa constantemente por no haber logrado el éxito y que destaca las carencias y defectos y dificultades de su adversario cuando sí lo logra. El toro se convierte en el objetivo de las críticas, en el saco de los golpes, simplemente por no ser perfecto. La tauromaquia se está viendo hoy más que dañada por la triada toro perfecto-toreo excelente-éxito, quizás fruto de los tiempos que corren en los que el éxito parece ser el único pasaporte a la gloria, cuestión que quizás sea posible en el resto de las actividades pero no en la tauromaquia donde la gloria se gana en el valor y la capacidad de ahormar.