A propósito de la crónica que publicamos en torno a Joaquín Vidal en que, dicho crítico, nos evocaba la sublime actuación de El Inclusero en aquel año en Valdemorillo, ahora, irremediablemente, me viene a la mente aquella actuación del torero de Alicante y, no puedo más que recordar aquel tratado de tauromaquia y al cerrar los ojos, pensar que todavía estoy soñando y que, aquella excursión por tierras madrileñas, bien mereció la pena. Son, como decía, esas faenas que calan dentro de tu ser y que, al paso de los años, se convierten en inolvidables.
Parece que, gracias a El Inclusero, se paró el tiempo en aquel 6 de febrero de 1982 y, el toreo, en sus manos, resultó ser posible. Aquello que en tantas ocasiones calificamos como milagro, en dicha fecha, El Inclusero lo llevó a la práctica y nos lo mostró a todos los mortales; presentes y ausentes, unos porque lo vimos y, otros porque se lo contamos, todos gozamos de aquella magia. Ahora, muchos años después, queremos contárselo a los jóvenes; toreros y aficionados, pero que todo el mundo sepa que, justamente, un torero que no tuvo vitola de figura si en cambio gozó de las mejores crónicas, obviamente, por méritos propios.
Añorar aquella tarde es volver a vivir; volver a creer en el milagro del arte que, como El Inclusero hiciera, nos refrendara de nuevo aquel caudal inmenso de torería. Luego, claro, vinieron otras faenas de auténtico lujo en las manos y sentidos de dicho torero pero, aquella tarde, resultó conmovedora; hasta el punto de que, la crítica, cantara aquella faena como una eclosión de creatividad y belleza plástica. Y tuvo que ser en un pueblo donde impartiera El Inclusero aquella lección tan bella. Por todo ello, Valdemorillo, la plaza que Joaquín Vidal considerara como de arte y ensayo, en dicha ocasión, admiró al que tenía que haber sido el catedrático puesto que, con tamaña lección, opositaba como nadie.
Ya no quedan toreros de aquella estirpe. Quiero pensar que, lo de El Inclusero resultó tan bello y tan profundo que, mostrárselo al mundo, hubiera sido un lujo demasiado grande; lujo que, a su vez, lo disfrutamos quienes tuvimos la suerte de admirarle, de contemplarle y, como es mi caso, hasta de gozar con su cariño. Al respecto de Valdemorillo, me contaban unos aficionados del lugar que, tras tantos años, nadie ha olvidado aquel tratado de tauromaquia; y no es que lo hayan olvidado es que, tras tantas ferias celebradas tras la creatividad de El Inclusero, nadie ha logrado superarlo y, lo que es peor, ponerse a su altura. Como explico, ahora, por San Blas y en Valdemorillo, es un gusto revivir aquella efemérides artística y, a su vez, seguir creyendo que, pese a todo, quiénes creímos en El Inclusero, jamás estuvimos equivocados. Se equivocaron los taurinos que, sin alma de aficionados, dejaron que se extinguiera un torero irrepetible.
Tras aquella tarde memorable, siguieron muchos eventos de este calibre en los que, El Inclusero, con vitola de torero caro, enardecía a la afición de Madrid; justo al año siguiente de Valdemorillo, en repetidas ocasiones, Las Ventas, vibraba de nuevo con su toreo singular y bellísimo. Bien es verdad que, podrán darle festejos o tenerlo parado, no importa; y digo que no importa porque, el pasado año, sin ir más lejos, en otro pueblo, El Inclusero, una vez más, en lucha titánica contra el tiempo, llevó a cabo otra faena de ensueño. Como vemos, el toreo, no muere; ni siquiera llega a cambiar de lugar.