¿Qué lleva a un hombre a ser torero?. Es una pregunta como para planteársela, porque, a simple vista, uno podría pensar en un cierto grado de locura; solo alguien con grietas en su cordura podría arriesgar tarde a tarde, su propia vida y hacerlo con alegría, con ilusión, con pasión.
Se podría pensar que, solo alguien no completamente en sus cabales, pueda ser capaz de pararse firme ante un monstruo de muchos kilos y armado, además, con dos pitones que son capaces de quitarle la vida, al abrirle las carnes.
¿Qué puede explicar este aparente despego a la vida?, uno puede preguntarse, ¿cómo puede un ser humano normal, enfrentar el que, según palabras del matador ecuatoriano, Guillermo Albán “la muerte le esté viendo a uno a los ojos”.
La lógica, por su puesto, jamás logrará una explicación al toreo, al que existan toreros; hombres que se citan cada tarde con la muerte. Solo la pasión, ese gusanillo con el que nacen algunos privilegiados, puede dar una explicación a la existencia de esta fiesta, milenaria y apasionante.
El toreo es pasión, es tener el arte en el alma, es sentir con profundidad la cadencia y quizá, pintar en su mente un sinfín de cuadros en cada capotazo, en cada muletazo, en cada lance, que se logre dar.
El toreo no puede ser explicado con la razón, ni la lógica, porque la pasión no tiene explicación; se resiste a los análisis, la pasión está allí para sentirla, para vibrar con ella, para llevarla tan hondo en el alma que, solo se vive para ella.
Los toreros, lejos de lo que pueda parecer a la fría mente, al puro raciocinio y análisis lógico, no están locos; son solamente unos apasionados del arte que, como don de las hadas, recibieron en su cuna. Son unos apasionados del jugar con la muerte, adornando, con magia, con arte, su desempeño, su juego; ante un enemigo-colaborador que, está allí recordándole que lo que se juega, es su vida.
Bendito sea el gusanillo y la pasión que nos regalan esto tan maravilloso y apasionante que llamamos, Fiesta Brava.