Cualquiera quiere ser escuchado. Cualquiera que tenga un problema, de cualquier índole, quiere que le escuchen. Si además has sido y eres víctima del terrorismo asesino, con más razón tienes derecho a que te escuchen. Según la importancia y el significado de aquello por lo que quieres ser escuchado, habrá que medir la necesidad e interés con el que se tiene el deber de escuchar.
Algunos, los miembros de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, llevan clavados en su alma y en su corazón el silencio más preciado de todos cuantos han hecho posible la democracia que disfrutamos. Ha sido ese silencio generoso el que ha permitido que sea posible el camino de reconciliación que significa nuestra democracia. Un silencio, elevado a sufrimiento personal, que debería ser reconocido y valorado como un regalo sin contraprestación.
Dieron la vida de los suyos, dieron sus miembros amputados, sus secuelas, dieron, y dan, la persecución en la que viven. Nos dieron, además, un ejemplo de grandeza, todavía hoy, con su comportamiento ciudadano. Ni una sola voz, entre ellos, se ha alzado contra un sistema del que les ha tocado la peor parte. ¿Se puede dar más?. ¿Acaso, algún político o escribiente de plumilla tienen autoridad moral para poner encima de la mesa sus argumentos y que estos valgan más que su callado sacrificio?.
Esos políticos, que en cuanto se les contraría, hacen de ello un enorme problema y quieren dar a entender que su sacrificio por la democracia es aún mayor que el de ellos. A la mínima oposición, no se es demócrata; al más mínimo grito se es extremista; a la más caliente repulsa es que se vuelve a las cavernas; a cualquier empujón -censurable y censurado desde aquí- se le dimensiona como una exacerbada agresión. ¿Quieren saber lo que es una agresión?. Lo contaron al final de la manifestación algunas víctimas. Víctimas de verdad.
Testimonio duro, pero suficientemente elocuente como para merecer la pena ir a la manifestación. Ella se llama Pilar y su marido se llamaba Ramón. Hace unos cuantos de años, Ramón, vio como a una madre y sus hijos los iba arrollar un vehículo y sin dudar se jugó su vida en aras de proteger a un crío llamado Cándido Azpiazu. Logró se salvara del atropello, mientras su madre y hermano fallecían en el accidente. Aquél niño se hizo grande y un día siguiendo instrucciones de su banda, ETA, y también de su corazón, apretó el gatillo que acabó con la vida de Ramón.
Ya de por si dura la historia, tiene un epílogo más dramático si cabe. Fue condenado a 52 años el tal Azpiazu, pero las leyes que protegen a los asesinos le dieron libertad a los doce y tuvo tiempo de comprar un local justo debajo de la casa de Pilar. Desde su puerta cruza a diario la mirada desafiante con la viuda de Ramón y disfruta de libertad mientras esta necesita escolta. ¿Cabe mayor agresión en el espacio y en el tiempo que la que sufre Pilar?. Esta, entre otras, es una historia que merece ser conocida.
Estos testimonios, por primera vez en público, eran el objeto de la manifestación. A eso acudí yo, a sentirme protegido por la solvencia demócrata de estas gentes que no necesitan ningún carné para decir lo que son y cómo son. Memoria, Dignidad y Justicia era el lema y por eso hacía falta recordar cómo murieron, cómo vivieron, cómo sufrieron y siguen sufriendo estas gentes; ejemplos para la sociedad. Quienes de la manifestación tienen otras cosas que contar, aplaudir o censurar, son parte de la cadena de quienes tienen menos credibilidad que quienes con testimonios de vida, no necesitan alardear de posición política alguna. Son ellos, las víctimas, a los que hay que escuchar y proteger.
Con esos lemas, con esos testimonios, imposibles de manipular, se quería recordar que están ahí esperando con su memoria que exista dignidad y que se haga justicia. Los tres conceptos unidos son incompatibles con las ventajas penitenciarias que permiten que los asesinos salgan a la calle; los tres conceptos están enfrentados a posibles negociaciones con quienes con las armas y las bombas sembraron de víctimas la asociación; los tres conceptos son tan asépticos que no admiten interpretación tergiversada. Sin esos tres conceptos, no existirá reparo a tanto dolor sufrido.
Cada víctima de terrorismo es igual a los ojos de los demás, pero no es igual su convivencia, su día a día. El 11-M unos bárbaros inundaron Madrid de sangre, llenando una vez más de dolor y sufrimiento a inocentes, pero desde ese mismo instante, anónimos o conocidos no precisan de especial protección ni escolta. Entre los que tuvimos oportunidad de ver y escuchar el pasado sábado, los hay que todavía no solo lo recuerdan cada día, sino que siguen siendo víctimas conscientes a cada minuto.
Por todo ello, mi respeto y agradecimiento personal por tanto sufrimiento en beneficio de todos los demás. Una gran manifestación que les permitió conocer que no están solos. Yo me quedo, y es mucho, con lo que les escuché y que me hizo saber de unos héroes y heroínas que cada día nos dan ejemplo de cómo hay que vivir ante el terror, más allá de la anécdota. Además, tuve ocasión de poder aplaudir y conocer de cerca a Goztone Mora, una mujer ejemplar; otra víctima de las de verdad.
