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Antolín Castro  
  España [ 28/10/2000 ]  
LOS PARALÍMPICOS


Acaban de conseguir más de un centenar de medallas en la Paraolimpiada de Sydney. Su posición en el medallero es, terceros tras la organizadora Australia y Gran Bretaña, sin lugar a dudas, una posición de élite. Todos los españoles debemos sentirnos orgullosos de tales gestas. En el caso de ellos, sí son gestas; los deportistas, llamémosles normales, consiguen logros, metas, marcas, nada más. Los discapacitados consiguen, gestas.

Es curioso observar el comportamiento de nuestros atletas paralímpicos, disminuidos físicamente, hombres y mujeres. Al sacrificio diario, al esfuerzo permanente para salvar los miles de obstáculos que la sociedad les impone, hay que añadir ese deseo inquebrantable por conseguir superar mayores barreras. Aquellas barreras del deporte, a las que a su propia exigencia física, habrá que añadirle la competitiva. No sólo vale el más lejos, más rápido, etc., sino que además, ello, hay que ponerlo en el enfrentamiento con otros discapacitados que, también, se han propuesto como meta el mejorar su rendimiento y capacidad deportiva. Cabe mayor lucha que la que supone, seguro, enfrentarse a otro abnegado luchador. Un comportamiento, además de reconocible y admirable, sin igual.

Al tiempo que enorgullece, duele ser español. Duele que sean nuestros discapacitados los que nos den este tipo de lecciones. Duele, no porque nos disgusten sus logros, sino por lo abandonados que los dejamos, siendo merecedores de mucha mayor y mejor atención. Son el vivero de nuestro futuro. Son el ejemplo, el espejo donde mirarnos los demás. Su lucha no es, desgraciadamente, nuestra lucha. Entre los seguidores que en la ciudad de Sydney se encuentran, pocos, no hay ni un solo político de primer nivel, ningún miembro de la Familia Real, ni tan siquiera una prensa especializada, ni cámaras de televisión que nos digan a todas horas que nuestros mejores españoles están “paseándose”, deportivamente hablando, por esa ciudad australiana.

Sólo están ellos, ya es bastante. Son lo mejor de nuestra raza y orgullo español. Son los que colocan nuestra bandera y nuestro himno en lo más alto, junto a las mayores potencias, ¡qué digo!, delante de cualquier potencia, Esa es España y sus españoles. Ellos representan la abnegación, la capacidad para esforzarse, la lucha indomable contra todo, pero fundamentalmente contra su complicado horizonte. Luchan, pues saben que el mejor valor del hombre, es uno mismo. Por eso no necesitan acompañamientos multitudinarios, primeras páginas de prensa y telediarios. Ni fotos con los que viven solamente para ellas. Ellos son, fundamentalmente, ellos mismos y su esfuerzo, su tenacidad y constancia. Es el mundo que les ha tocado vivir y a él se aplican con las mejores armas. Y da la coincidencia que, con esas armas, ser español es un privilegio si de luchar se hace el camino. Ellos y sus gestas lo representan.

Ese nivel que tanto buscamos en otros aspectos de la vida global, aquella que nos acerca a competir con el resto de naciones y que pocas veces alcanzamos. Ni en el deporte profesional, ni en otros sectores de la empresa o la investigación, por citar sólo estos ejemplos, obtenemos un reconocimiento ni el éxito que nos sitúe en los primeros lugares. Será, acaso, que cuando se trata de figurar, de obtener relieve social, de esforzarnos para estar en cabeza, el español es la cigarra. Utiliza su canto con demasiada frecuencia, dormita y se baña en éxitos pasajeros, adora el dinero por el dinero sin asentar sus objetivos en la planificación y el esfuerzo. Presas fáciles del mundo del colorín, también es ésta otra forma de ser español. Aquella que nos impide ser mejores. Mejores de mejorar, constantemente. No mejores de alcanzar para disfrutar, que acentúa, aún más, nuestra diabólica egolatría. Nadie lo reconocerá, pero es muy habitual, éxito, sí, pero para morir de él. Una vez alcanzado, nos clavamos el propio aguijón para no tener que seguir luchando.

Y la vida sin lucha nos lleva a no estar el la élite de nada. Ahí están los recientes resultados olímpicos para reflejarlo. Se trabajó una vez bien, Barcelona, y se “continúo” con aquel éxito hasta morir de él. Nuestros paralímpicos reivindican el papel que mejor cuadra al ser humano, conocer su humanidad, apoyarse en ella, y seguir luchando. Nadie mejor que el que sufre para darnos las lecciones que el resto necesitamos. Como diría Facundo Cabral: “Siempre, con lo que tengas, se puede, se debe empezar de nuevo. Tenemos el deber de ser felices”. Y qué son, sino felices percibiendo en competición abierta, la mejora permanente de su cotidiano esfuerzo. Ellos sí que representan a España y su espíritu indomable. Su modo de luchar en la vida, ese ejemplo, su contagio nos haría ganar el futuro. De lo contrario, todos los demás, somos los discapacitados.

 

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