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Pla Ventura  
  España [ 03/01/2005 ]  
IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍAS

Setenta años después de su muerte, Ignacio Sánchez Mejías, continúa siendo noticia y, lo será de por vida porque, este hombre singular, desde el mismo día de su muerte, logró la inmortalidad; enterraron su cuerpo porque, un toro, le mató en Manzanares, en la provincia de Ciudad Real, pero ahí ha quedado su recuerdo y su obra la que, en otro nuevo libro, le dan vida a este hombre carismático que, en su época, logró ser amado y odiado, pero que a nadie le causó indiferencia.

Sánchez Mejías era, por rama genética de su esposa, cuñado de José Gómez Ortega, más conocido como Joselito y, el parentesco, no le gustaba nada al torero sevillano. Y no exactamente porque tuviera nada contra Joselito, sino porque, Ignacio, entendía y, así lo demostró, que su nombre podía sonar y resplandecer sin necesidad de parentescos o de apoyos familiares.

Ciertamente, y así lo confieso, cuando uno más va leyendo y sabiendo de Ignacio Sánchez Mejías, resulta uno contagiado por la magia de este personaje único en su especie y, ante todo, irrepetible en su época y profesión. Por todo lo que he podido saber, alcanzo a comprender que, Ignacio, no era lo que podríamos llamar un torero netamente artista; más bien me inclino por todo lo contrario;  pero, como le ocurriera a Luís Miguel Dominguín, unos años más tarde, sin ser grandes toreros, arrebatan al personal; aficionados y masas. Era, como se supone, cuestión de personalidad y, Sánchez Mejías, como la historia nos ha contado, arrebataba, razón elocuente que le aupó hasta el estrellato.

Un toro mató a Ignacio en Manzanares y, tras de sí, nadie pudo secundarle en opciones y aptitudes; como torero y como hombre. Como matador de toros alcanzó la cima, no en vano, su nombre, figuró en los puestos cimeros del escalafón durante varios años. Aunque, convengamos que, Ignacio Sánchez Mejías era mucho más que un torero; su faceta como literato le granjeó satisfacciones muy íntimas, hasta el punto de que, su cultura le hizo ser amigo de aquella generación inolvidable a la que la historia conoció como “la generación del veintisiete”. Obras de teatro, poemas, crónicas y todo el devenir propio del mundo de la literatura, en manos y sentidos de este hombre, alcanzabas cotas insospechadas. Era lógico que, tras su muerte, el que fuera su amigo Federico García Lorca, escribiera aquello de “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”. Hubo mucho lamento, llanto, desesperación y pena porque, nadie podía sospechar que, un torero poderoso como Ignacio, tuviera que morir en los pitones de un toro asesino.

Las genialidades de Ignacio Sánchez Mejías no eran propias de sus compañeros y, así lo reza la historia. Hasta tuvo el valor de hacer sus propias crónicas para un diario de Sevilla. Las suyas y, a su vez, las de sus propios compañeros que, más de un disgusto le dieron. Resultó impactante, entre otras, la crónica que hiciera de una de sus actuaciones en que, Ignacio, con personalidad propia y su talante como aficionado, criticaba al presidente que, la tarde anterior, le otorgaba dos orejas cuando, Ignacio, sostenía que, su faena, podía hacer sido de vuelta al ruedo ó, siendo muy generoso, con premio de una oreja; pero jamás de aquellas dos orejas que, obviamente, rechazó Sánchez Mejías tras haber dado muerte al toro.

Cientos de anécdotas inigualables adornan la vida y obra de este torero sevillano que, además de torero, resultó ser un tipo singular y único en su género. No dice la historia que, en aquella feria de abril que su nombre no apareció en los carteles por cuestiones crematísticas, Ignacio, furioso, al reclamo de sus incondicionales, no dudó en tirarse de espontáneo y, en contra de la autoridad y de los matadores actuantes, sólo Martín Agüero tuvo la gentileza de entregarle los palitroques para que, una vez más, Sánchez Mejías, demostrara que era el mejor en esta suerte. Tres inolvidables pares de banderillas lució el toro que más tarde estoquearía Martín Agüero que, al finalizar la faena, invitó a Ignacio a dar la vuelta al ruedo entre apoteosis. Obviamente, tras aquella “gesta” impensable, la empresa, dos semanas más tarde, le incluía en un cartel de tronío.

A Ignacio Sánchez Mejías, sus contemporáneos, le tachaban de conquistador por aquello de encandilar a las damas y, conociendo las vicisitudes de este torero, hasta llego a comprender todo cuando ocurriera en su vida. Tenía Ignacio, sin lugar a dudas, todos los condimentos necesarios para arrebatar a cualquier mujer, se llamara “argentinita” o la que fuera; su figura, dentro y fuera de los ruedos, no era la lógica o normal de cualquier torero de la época. Por ello, allí, en Pino Montano, su refugio sevillano, servía para albergar a sus amigos de la generación del veintisiete y, a su vez, para celebrar sus éxitos y, como tales, era lógico que, damas de la alta sociedad sevillana, cayeran derretidas ante sus encantos.

Cosido a cornadas, de aquellas que tanto dolían en sus años como matador de toros, a Sánchez Mejías le sobraban arrestos para dejarse matar una y mil veces y, hasta el punto de que, un día, sin desearlo, el pitón de un toro asesino, acabó con su vida. Allí, en Manzanares y en pleno mes de agosto, se empezó a forjar la leyenda, precisamente, la que dentro y fuera de los ruedos supo fraguar, en vida, un hombre irrepetible que, sin ser un torero de los denominados artistas, supo dejar estela en la eternidad.

 
   
 
   
alejandro tellez lopez 03/01/2005  
 
lo felicito por su articulo., me gustaria escribiera mas., sobre personajes taurinos de antaño., ya que esto enseña y orienta, al aficionado taurino., reciba un saludo de la aficion taurina de esta ciudad.
 
 
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