Todas las épocas del toreo, afortunadamente, se han visto engalanadas con algún que otro torero que, catalogados como viejos maestros, han dado luz y fuste al toreo. Siempre quedó, al margen de la juventud y su fulgor, aquellos maestros que, con el toreo metido en el alma, en breves retazos, han sabido iluminar la oscuridad del amaneramiento rutinario y la vulgaridad que, desdichadamente, solemos padecer en lo cotidiano. Convengamos que, ser maestro de maestros no es titulo baladí. Desde siempre hemos tenido toreros, figuras de la torería, luchadores empedernidos por la bella causa del toreo pero, en realidad, quien ha deslumbrado han sido los viejos maestros. Recordemos ahora, sin lugar a dudas, aquellos maravillosos años ochenta en que, don Antonio Chenel “Antoñete” explicaba, con todo lujo de detalles, la inmensa torería que anidaba dentro de su alma. Su reaparición supuso un acontecimiento único dentro de la torería; jóvenes de aquellos años nos emocionábamos ante su caudal creativo; nada tenía que ver lo que otros nos cantaban cuando, la bella realidad nos la trajo el inolvidable Antoñete; y digo inolvidable porque, su torería siempre vivirá en nuestra mente y, en nuestro corazón. Bien es cierto que, Antonio Chenel, en su reaparición, contó con el beneplácito de las empresas y, aunque con gotas esparcidas, supo perfumar los ruedos de Madrid y varias plazas importantes.
El pasado año, aunque de forma muy fugaz, fue Gregorio Tébar El Inclusero el que alumbró el toreo con una faena inolvidable que, quiénes la presenciamos, la llevaremos en el alma mientras vivamos. El maestro de Alicante dictaba, precisamente en su tierra, la más bella lección de torería que jamás pudiéramos soñar.
En esta temporada que ha fenecido, como todos sabemos, ha sido el maestro César Rincón el que nos ha obsequiado con un ramillete de faenas bellísimas; convengamos que, por el tiempo de antigüedad como matador de alternativa, triunfos épicos al margen a lo largo de su carrera, ya podemos calificarle como el viejo profesor que, aún siendo joven como hombre, su veteranía como matador de toros le hace acreedor al honroso título de maestro, algo nada desdeñable cuando, como es su caso, su carrera ha estado jalonada por los triunfos más insospechados, salvando, en su paso por la misma, los escollos de su maldita enfermedad, hecho dramático que supo enfrentar con una entereza digna de los hombres más grandes. Su lucha tenía que tener un premio y, el mismo ha sido, sin lugar a dudas, volver a deleitarnos con la grandeza de su toreo profundo y eterno.
Pero tuvo que ser el viejo profesor José María Manzanares el que, en cuatro faenas, a lo largo de la temporada, sentenciara, como otrora lo hicieron otros viejos profesores, la eterna calidad de su toreo. Dicen que Manzanares volvía por aquello de los celos hacia su propio hijo; sea como fuere, lo que quedó demostrado es que, Manzanares padre demostró ser infinitamente mejor que su hijo y, al tiempo, un maestro que se distanciaba del resto de la torería. No cabía la competencia con nadie; era cuestión de creatividad y, el maestro Manzanares, en un ramillete de breves faenas, inundó al mundo con su torería. Por el bien del toreo, el maestro Manzanares debe de seguir en activo, de igual modo que este año, sin prisas, sin competencias y sin afanes, pero con la bendita ilusión de crear arte dentro de las plazas de toros. Quiénes somos contemporáneos de su vida, así lo entendemos como, a su vez, entendemos y aplaudimos la grandeza de su arte.
Medio siglo, como es mi caso, dan para mucho. Recuerdo con cariño al inolvidable Antonio Bienvenida, modelo de torero que, sin llegar jamás a la cúspide, si llegó a lo más alto; es decir, a ser considerado torero de toreros. Pude gozar, entre otros, con la magia de Curro Romero, con la singularidad de Rafael de Paula, con la creatividad de Antoñete, con el embrujo de El Inclusero y, en estos instantes, como explico, con la vieja e inacabable sabiduría creativa del genial José María Manzanares.