Querido maestro:
Hoy, 16 de Noviembre de 2001, al calor del hogar, se me ha ocurrido escribir. Me sucede de vez en cuando, sólo a veces. Las noticias sobre la mejoría de su estado han contribuido a calentar mi espíritu y acompañar al cuerpo, resguardado de los fríos en este adelantado invierno. Decía que he conocido de su mejoría. Como decía aquel slogan popular “m’alegro”. Y siendo mucho el alegrarme por lo que representa el recobrar la salud, lo es mucho más por saber que todos disfrutaremos de esa salud; esa salud de sus escritos, de sus crónicas, de sus críticas, de su ironía, de su casticismo. Pero sobre todo, de la salud de la verdad y la honradez profesional. Esa es la mayor salud que debemos preservar y desear.
Maestro, no me voy a hacer eco de los movimientos para ocupar la cátedra del periodismo taurino, pues solo el mencionarlo habla de lo contrario de la salud; es decir, de la enfermedad. La misma enfermedad que padece el entramado taurino. Ese mundillo, que de tanta enfermedad alcanzó el estado maloliente de lo podrido. Mejor dejarles que sigan respirando ese aire viciado que ni tan siquiera alcanzan a detectar; tanta es ya la descomposición en la que se mueven. Los dejamos y en paz.
No hay mejor homenaje a la verdad y honestidad que seguir escribiendo cada día. No hay mayor alegría para el aficionado que disfrutar de la oportunidad de leer, cada día, la atinada crítica, empapada en la mejor literatura. Esa que hace que cada crónica se convierta en el paradigma del mejor decir, relatar y escribir. La misma que tantos centros docentes utilizan cada día -si no lo sabía, se lo digo yo- para enseñar a los alumnos la maestría en el relato y la descripción narrativa. Su afilada pluma seguirá llegando a cada una de las orillas -como la mar- para ser recibida como cada cual la quiere percibir: apacible, tranquilizadora, relajante y suave cuando las doradas arenas son sus receptoras, ávidas de recibir la caricia de tanta agua bendecida; violenta, salvaje, destructora e implacable cuando quien las tiene que recibir se muestra hostil, rígido, más con el deseo de resistir su envite que de aceptar su caricia.
Por ello las aguas golpean violentamente contra quienes ya están dispuestos a no aceptar sus beneficios. En su cerrazón llevan la penitencia de ser golpeadas permanentemente sin piedad. Esa otra actitud de las doradas playas, es el remanso donde llegan las aguas para relajar y tranquilizar. Y no es que las olas, previas a la llegada a las distintas orillas, sean distintas, sino que las convierten en mansas o bravas aquellos que las esperan. Unos esperando el suave masaje de su siempre afilada acometida y otros intentando resistir el acoso levantando inútilmente barreras ante su irremediable llegada. Los lectores saben perfectamente ser dorada arena o abrupto acantilado. De su postura dependerán los beneficios inequívocos de la mar; ese mar llamado Joaquín Vidal.
Al despedirme, recordando el honor de haber compartido, aunque sea sólo una vez, las páginas de El País con el maestro, traslado también mi admiración al diario que a lo largo de su existencia ha permanecido junto a la mar sin dejar que ninguna tempestad lo aniquilara. La página del diario, posiblemente más prestigiosa, deberá permanecer enarbolando la bandera, la verdad, la honradez y la literatura que representa Joaquín Vidal.