Muchas veces dije ser un afortunado porque, como explico, las historias más bellas que he narrado, todas me las han contado. Sigo creyendo que, aquello de tener confidentes, es algo hermoso. Está claro que, las historias más bonitas son las vividas puesto que, es cuestión de estar al tanto y, como le pasara a Juan Rulfo, que la gente que te quiera te las vaya contando. Te vas relacionando con las personas y, afortunadamente, no es preciso inventar nada; todo está inventado, es cuestión de conocer a las personas que lo han vivido; éstas te lo trasmiten, tú lo cuentas y, los que lo lean se quedan felices y contentos.
Cuando ella me lo contaba no daba crédito a mis ojos y, por supuesto, a lo que sentía mi corazón. Era su segunda historia de amor y, cuando esto ocurre cuando has cumplido los 40 años, con esa madurez que te da la experiencia, vibras como nunca antes lo habías hecho. A medida que ella me hablaba le miraba a los ojos y, el brillo de su mirada, me lo decía todo. Incluso pocas palabras pronunciaban el más largo de los discursos. Hablaban sus ojos y, al mismo tiempo, era su corazón el que me transmitía aquellas sensaciones inolvidables que, producto del alma, al pasar por el cuerpo, denotan una felicidad especial e indescifrable.
Ella es una madre admirable. Le conozco desde hace mucho tiempo y, tras enviudar y pasar el mal trago de perder al que fuera el amor de su vida, durante un tiempo, se sumió en una depresión de carácter natural por las circunstancias vividas. Bien es verdad que, el tiempo suele curar casi todas las heridas; yo diría que todas. Pero la vida sigue y, los humanos, los que quedamos en el este valle de lágrimas, debemos de vivir; por nosotros y por nuestros hijos y, ella, obviamente, no podía ser una excepción de todo cuanto digo. Cuarenta años apenas son nada y, lo son todavía menos cuando eres atractiva, bonita, inteligente, culta y vivaracha. Y esa es Teresa, el modelo de persona a la que aludo y la que ha tenido la fortuna de haber vivido una historia maravillosa.
Teresa conoció a Ramón en una noche primaveral. Había salido ella para divertirse un rato junto con un grupo de amigas. Entraron en una sala de copas donde, a diario, se reúnen gentes de su edad; separados, viudos, buscadores de amoríos, incluso algunos jóvenes que, sabedores del buen ambiente del local, allí se reunían todos. Grupos de distinta índole y condición, todos recalaban en el mismo lugar. Y, grata sorpresa la de Teresa que, en un rincón del lugar divisó a Ramón, antiguo conocido, amigo de la primera juventud que, al verla, no dudó en darle un fuerte abrazo y un beso en su mejilla. -¿Cómo estás?- Se preguntaron al unísono. Un gesto de felicidad y de pura complicidad les embargó a los dos. Quizás que, sin pretenderlo, en un instante, algo pasó entre aquel hombre y aquella mujer. Era, sin lugar a dudas, la magia del amor; ese algo que no se puede ver ni tocar pero que, cala muy hondo en los seres humanos.
En aquella noche primaveral, todo cambió para Teresa. Tras aquel fortuito encuentro, en semejante noche, no pudo conciliar el sueño; le podía más el corazón que la razón. Tras muchos años, ella volvía a sentir, en su cuerpo, ese cosquilleo inexplicable pero que te hace vivir y sentir. Pasó la primera noche en vela y, ante todo, esperando la llamada de aquel hombre que, añorando lo que era su primera juventud, le había encontrado de nuevo.
Al día siguiente, Teresa apareció radiante, hermosa como nunca y tan bella como siempre. Se miraba en el espejo y, la felicidad que irradiaba se le reflejaba en el vidrio que, una vez más, le confirmaba su hermosura. Empezaba, por segunda vez en su vida, a sentir lo inexplicable, a vivir lo inalcanzable hasta aquellos momentos y, por encima de todo a comprobar que estaba viva y que su corazón era capaz de seguir latiendo. En aquella mañana radiante, estando en su puesto de trabajo le sonó el teléfono y, por poco, se le sale el corazón del pecho. El número que se reflejaba en el celular era el de Ramón. -¿Cómo estás, bonita mía?- Le preguntó él con voz suave y temblorosa. A lo que ella, nerviosa como nunca, pidió unos segundos de privacidad para poder hablar con aquel hombre que, en muy pocas horas tanto le había cautivado. Breves minutos de diálogo confirmaban que ninguno de los dos estaba equivocado; era puro flechazo en que, Cupido, una vez más, había cumplido su cometido.
En breves momentos, la pasión le ganaba terreno a la razón. Teresa sentía que volvía a vivir; que había nacido de nuevo o que, gracias a la magia que aquel hombre le hacía sentir, rejuveneció hasta los veinte primeros años de su existencia; sentía lo mismo que en aquellos años pero, corregido y aumentado. Ahora era, ante todo, una feliz madre y, acto seguido, una mujer enamorada. En tan poco tiempo comprendió que volvía a amar a un hombre, idea que, hasta aquellos días, la tenía desestimada. Había sido muy feliz en su matrimonio y, aquella dicha, pensaba que había muerto junto al que había sido su marido.