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Antolín Castro  
  España [ 15/10/2001 ]  
FERIA DE OTOÑO 2001 (y II)

Si la primera parte de la feria tuvo momentos de intenso interés, que cantamos, en este segundo ciclo también han habido razones para escribir cantando. Naturalmente, no nos referimos al éxito de los rejoneadores, que gozan de una predisposición de públicos y presidentes que hacen de la plaza de Madrid, casi casi, una más. Alguna cosa buena hubo, pero seis orejas y dos salidas en hombros no son la verdadera medida de lo sucedido. No obstante y sin ánimo de ofender, salieron contentos todos y eso, al parecer, es lo que cuenta.

De corrido haremos mención de la última corrida con toros de Agolfo Martín, ¡perdón! Adolfo Martín (en San Isidro, Adolfito). El primer ejemplar lidiado de esta ganadería, seguramente, pasará a la historia de esta temporada como el más inválido de cuantos se han visto en Las Ventas, ¡y ya es decir!. Del resto del festejo, nada que destacar. Una corrida más de la que es mejor, y más sano, utilizar como hecho probado, base para denunciar en el juzgado de guardia la parodia en la que ha devenido la Fiesta. ¡Menuda Fiesta!.

LA FIESTA EN SU ESTADO PURO

La Fiesta en su estado puro pudimos verla el día del Pilar. Una Fiesta auténtica que ya rara vez vemos. Una corrida que hay que mantener en el recuerdo para valorar la dimensión épica que adquiere cuanto sucede en la arena de una plaza de toros, pero que suele circunscribirse esta posibilidad, casi únicamente, a la plaza de Las Ventas de Madrid. En ese día los aficionados y resto de público espectador (en mayoría, pero que pasarían a aficionados si vieran esta plenitud más a menudo) pudieron disfrutar con lo que es y representa nuestra Fiesta, nuestros, comúnmente: los toros. Una Fiesta heredada a la que han ido secularmente mermando su autenticidad y plenitud, plegándose a los más abyectos intereses de unos cuantos mercaderes, que han llegado a los toros como podrían medrar en cualquier otra actividad, siempre que fuera lucrándose.

Si la Fiesta en estado puro es presenciar la lidia de seis astados sin que estos se derrumben por los suelos, eso hubo. Para los palabreros o seguidores de los mismos, digamos que dieron de peso 517 Kg. de media, tres no llegaron a la media tonelada y que en ni un solo caso fueron protestados por esa afición repugnante que sólo quiere kilos. Toros íntegros y sin sospechas de nada. Nada de nada, que diría un castizo. Sólo toros. En los tiempos que corren, una auténtica novedad. Para más INRI, pertenecían a una ganadería comercial, de las que se pegan las figuras por torear. Ese día sin figuras en el cartel, es decir sin exigencias, cumplieron como toros con casta ¡bendita casta! y bravura; ¡y pitones!. Cabe aquí la famosa frase de: algo huele a podrido en...

Si la Fiesta en estado puro es vibrar los espectadores con cuanto sucede en el ruedo, damos fe que así fue. Eso y no otra cosa vino sucediendo toda la tarde, ora por el jubiloso sentimiento del toreo bello, ora por la angustia que produce el peligro a cada instante en el enfrentamiento del toro y el torero. Nada de lo que aconteció les resultó indiferente, provocando, por ende, entre todos la magia que supone ver, sentir y percibir la razón de esta lucha ancestral. Por ahí van los tiros, cuando se trata de explicar la verdadera razón de la existencia de nuestra Fiesta. No hace camino el hecho de que unos cuantos toreros, y otros espabilados, se hagan ricos maltratando fieras, sino que tengan la gallardía de exponer su vida para y por la obtención de unos momentos sublimes, cuales son los del Arte de Torear. Esa exposición, sin ningún tipo de ventajas, es la que equilibra y puede justificar el uso de la bravura de este animal único.

Si la Fiesta en estado puro es el desarrollo de la lidia de acuerdo con el legado de los tercios, todo pudo verse en este festejo. Esta vez sí pudimos saborear el toreo de capa. No el de capa caída que se lleva ahora, en donde los capotes sirven para, únicamente, levantar y sujetar inválidos. Un uso racional y variado tuvimos ocasión de ver. Y no crean que fue excelso, pero el interés de los toreros y su pundonor fue aprobado por un público atento y satisfecho con el desarrollo de la lidia. En banderillas, con momentos menos buenos, pudimos apreciar pares de buena ejecución y de gran exposición -no sólo literariamente-  por las distintas condiciones de los toros. Con las muletas, obvio es decirlo, también se vivieron momentos emotivos y de gran verdad. Sólo a espadas se falló, pero eso hoy no fue por falta de verdad, sino por desacierto total.

Si la Fiesta en estado puro es la ejecución artística del mejor toreo, seguramente vimos el mejor inicio de faena de la temporada y de muchas otras a cargo de Luis Miguel Encabo. Toreo de una belleza inigualable, impregnado de un sentimiento, torería y naturalidad fuera de lo común. Torero crecido a lo largo de la tarde por los avatares del destino. Del toreo de esa magnitud, que como el jamón de pata negra, debe saborearse y degustar en la no abundancia, también se cató en media verónica excelsa de Alfonso Romero y en el toreo de muleta con la diestra de ambos dos. En suma, apareció el buen toreo que como el jamón y el vino dejan ese regusto en el paladar.

Si la Fiesta en estado puro es el corte de orejas, para los que así piensan, también se les concedió. En este caso una oreja muy especial, ya que fue concedida en mérito por el conjunto de la actuación, cinco toros tuvo que matar Luis Miguel Encabo; por su torería y pundonor, y por mantener el nivel incluso cuando sobre la plaza llegó el fin del mundo en forma de viento y lluvia, que hará fácil saber cómo será ese momento después de vivirlo en Las Ventas el pasado día. Oreja a la que tienen derecho, de igual modo, sus compañeros heridos, pues hasta el momento de las escalofriantes cogidas, su torería y valor habían rayado a la misma altura.

Si la Fiesta en estado puro es el riesgo y las cornadas, dos hombres, dos toreros, en asunción de su responsabilidad para consigo mismo, con la Fiesta y con el público regaron con su sangre, sangre de Toreros con mayúsculas, el altar donde se depositan los mejores valores de los que ejecutan lo auténtico. Por ellos, Mariano Jiménez y Alfonso Romero, merece la pena escribir de esta Fiesta. Lo decíamos sin tapujos en la introducción de la Feria: ellos nos merecen más admiración y más respeto, ya que no gozan de privilegios especiales, salvo el único que debería de valer: sus méritos en el ruedo. Hoy nos reafirmamos en cuanto escribimos, por ellos merece la pena seguir acudiendo a las plazas. Su verdad y el precio que pagan por ella, no sólo nos merece el mayor de los respetos, sino, como no podía ser de otro modo, nuestra más ferviente admiración. Yo lo escribo, pero así lo sintieron cuantos acudieron a presenciar esta inolvidable corrida.

Si la Fiesta en estado puro es que uno disfrute cantando lo visto, a las pruebas me remito. Escribo con la misma intensidad con la que presencié el festejo. Me inclino, respetuosamente, ante quienes lo protagonizaron, bien sea en triunfo o en sangre, y les felicito por mantener viva la afición y la ilusión de una plaza que necesita como nadie, para poder seguir defendiendo nuestra Fiesta, estos momentos, que si en nada palian las tropelías de la temporada, sí vienen a dejar claro que la Fiesta en su estado puro existe. Merece la pena, muy mucho, seguir luchando por la autenticidad de un espectáculo que otros pretenden ocultar, cuando no destrozar en aras de sus no declarados intereses. Quise cantar a la Fiesta y en esta Feria se ha logrado. Han bastado unos cuantos Toreros y la verdad para que la pluma se haya deslizado con ilusión renovada. Así de sencillo.

 
   
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