Hoy, como prometí a nuestros lectores, vuelven las irrepetibles crónicas de Vidal. Un día al mes, mientras el cuerpo aguante, cederé este espacio para que muchos puedan recordar al maestro de los periodistas taurinos. Muchos supimos y saboreamos su inigualable modo de contarnos lo que sucedía en la plaza. Sus relatos apasionados y llenos de vivencias de verdadero aficionado; huyendo de tecnicismos y llegando al corazón de los lectores. Todo impregnado de un casticismo que hacía de sus crónicas un divertimento y una agradable lectura.
Pretendo con ello, además de que unos lo puedan recordar, que sean otros los que se incorporen a su lectura, que puedan disfrutarla, pues su extraordinaria prosa traspasaba, y traspasa, los lugares, las fechas, los protagonistas del día, para adentrarse en buena literatura. Qué poco se necesitaba que nos contara las series de muletazos instrumentados para sentirnos dentro de la corrida, viéndola y viviéndola por completo. De este modo, ayudaremos a que le puedan conocer las nuevas generaciones, no solo de aficionados lectores, sino también de los incipientes cronistas taurinos de nuestros días.
Maestro: Gracias por dejarnos sus escritos. Solo nos queda decir: que lo disfruten.
“Merendaron cordilla”
La afición reprochaba al ganadero la mansedumbre del saldo impresentable que había traído a Las Ventas; y, sin embargo, a lo mejor no era cuestión de rigor selectivo lo que les ocurría a los seis toros seis, sino la cordilla que les echaron para merendar y les volvió gilipollas.
A quién se le ocurre, cordilla. O a lo mejor no se trataba de cordilla sino de peor dieta, a base de química quizá, quién sabe si fumable o inyectable. Un feo asunto en tal caso. Con lo cual los toros no se caían (o se cayeron poco, para lo que se acostumbra) y, en su defecto, deambulaban cansinos, embestían topones si es que acertaban a embestir, probaban recelosos la consistencia de los engaños y los tomaban sin codicia ni ilusión, al estilo asnal.
Ante semejante panorama los toreros veían arruinados sus deseos de torear. Si sus propósitos hubiesen sido burrear, pues sí, tendrían encaje con el temperamento de los toros. Mas tratándose de torear no podía haber consenso. Los toreros querían emular al Cúchares, los toros tiraban al monte.
De manera que se vieron desajustes, destemplanzas, y la ciencia aplicada no sabría precisar si eran debidos a la impericia de los lidiadores o a la disparidad de criterios entre el hombre y la bestia.
Corte de torero bueno se le advertía a El Madrileño, en sus vanos intentos de templar con ajuste y reunión. Y aquí es donde se plantea la incógnita: ¿eran imposibles tales formas con los toros burros o es que el diestro, ya veterano en cierta medida, de quien se conserva vivo el recuerdo de algunas exquisitas faenas, no conservaba la serenidad, el aguante y la técnica debidos para ajustar, reunir y templar?
De similar guisa se mueven los juicios relativos a los dos restantes espadas. Ruiz Manuel interpretó sin gracia ni fundamento su toreo -sus conatos de toreo, conviene precisar-, lo mismo en las suertes de capa que en las de muleta, y sólo acertó a construir con aseo una tanda de derechazos al toro que hacía quinto, allá al atardecer.
Canales Rivera recibió con una larga cambiada al tercer toro. El Madrileño ya lo había hecho con el primero sólo que a porta gayola. Es el año de las largas cambiadas y las portagayolas.
El toreo estará convertido en una explosión de adocenamientos y ventajismos, pero las largas cambiadas y las portagayolas que no falten.
Canales Rivera tuvo el detalle de echarse la muleta a la izquierda ya al principio de su primera faena. Tiró del natural y el toro no le respondía en ningún caso, bajo ningún concepto, pues en lugar de embestir burreaba y no había manera de ejecutar el toreo en su divina forma.
No obstante, Canales Rivera, con un pundonor digno de mejor causa, reiteró los naturales en tandas sucesivas dejando bien clara su disposición y su generosa entrega.
El sexto toro manseó cuanto quiso. Si se trataba de proclamar el descastamiento generalizado y la inequívoca mansedumbre de la corrida, ese sexto ejemplar constituyó el broche de oro. Obviamente tenía pocos pases. La afición conspicua juraba que ninguno, Canales Rivera coincidía cabalmente en la apreciación y, tras probar unos derechazos, entró a matar. Y hubo una sensación de alivio. La afición se marchó corriendo a ver el partido, mientras los turistas -que hacían mayoría en la plaza- se retiraban comentando atónitos que si lo visto a lo largo de la soporífera tarde es la fiesta del arte y del valor, "mi no entender".
Las Ventas (Madrid), 25 de junio de 2000
Joaquín Vidal