Se celebraron ya la tercera y cuarta corridas de feria. Comenzaron los toros devueltos; comenzaron las protestas; comenzaron las sospechas; comenzó Florito; comenzaron, también, a intervenir los primeros del escalafón; comenzaron a salir por toriles un abanico de divisas no anunciadas; comenzaron, en suma, la desconfianza y enfado de los aficionados. Parece, entonces, que comenzó la feria... La de siempre, en los últimos años.
A salvo algunos buenos momentos de Luguillano, ¿qué decir de la actuación de los toreros?. Si en la segunda valorábamos la torería, el valor y la verdad de la fiesta; en estas dos corridas no tenemos más remedio que echar de menos esos valores. Actuaciones reiterativas, plúmbeas, aburridas y, lo que es peor, realizadas ante escombros. Ruinas de ganado, al que a partir de ahora, llamaremos perdido. En otra acepción del vocablo, convengamos que hemos perdido, ¡y mucho!. Hemos perdido el respeto que merecemos como aficionados y como espectadores. Un respeto que, en el caso del espectador, se debe por el simple hecho de establecer con él un contrato, a través de la compra de la entrada, en el que se establece que serán lidiados toros íntegros y aptos; y que en el caso del aficionado, se le debe por su condición de sostén de la liturgia y la historia de la tauromaquia. No olvidemos que los toreros, ganaderos y empresarios viven por, para, pero, fundamentalmente de la Fiesta. El aficionado vive solamente por ella. Al no obtener ningún beneficio crematístico de la misma, es quien más se convierte en el guardián de sus valores y autenticidad. Ese es su único beneficio. De su defensa, hace su oficio.
Del respeto obligado, se ha pasado, en estos últimos años, al desprecio para con los valores que la afición defiende. En Sevilla ya se vio el toro que tienen para ofrecer. Existen otros, pero ese es el que ofrecen. ¿En aras de qué interés? ¿El de la afición?. Sabemos que no. El toreo que se ejecuta hoy -el de las figuras y las grandes ferias- se sostiene sobre la base del toro aborregado y tullido. Sobre ese tipo de toro se orquesta un toreo despacioso -producto de la invalidez, no del temple- y siniestro -por los cadáveres vivientes de las reses-. A ese tipo de toreo se han acostumbrado y han acostumbrado a los públicos asistentes a esa ceremonia que supone la lidia de esos escombros de toros. La afición no puede, ni debe, transigir con esta pantomima, que ha convertido la lidia de esas reses en una situación patética: un torero cuidando de un toro, en lugar de cuidarse de él.
Pues bien, desde las tribunas interesadas -de tener intereses en el negocio- se viene proclamando y exigiendo -sobre todo a Madrid que es quien les pisa y descubre el negocio- que respeten a los toreros. Posiblemente, no exista plaza en el mundo donde más se respete y ensalce a los toreros. Seguramente, no haya plaza alguna que haga patente su disconformidad y reclame sus derechos como la de Madrid. De la contumacia de unos -los que organizan y actúan en el espectáculo- depende la solución del problema. Toda empresa que se precie, en cualquier actividad, no tiene nada que temer si no da gato por liebre. En los toros, tampoco.
De gloria se han llenado las ganaderías de Fermín Bohórquez -tres devoluciones y un apuntillado por ruindad súbita- y Valdefresno. La cadena de invalideces de estos dos días -y no sólo de falta de fuerzas-, hacen presumir que existen unos males, pero también unos malos. Males que no se nos alcanzan a comprender, ya que los toros deambulan por la plaza con comportamientos propios de borrachos o colgaos. Además de las escasísimas fuerzas para soportar la lidia, derivan en un embestir cansino, sin fuelle, sin peligro aparente, idos. La consecuencia: la nulidad y ausencia de emoción. La transmutación de la ilusión y esperanza del público por presenciar un espectáculo vivo y dinámico, en un aburrimiento absoluto y el desinterés por ver unos cadáveres bovinos en estado de ruina catatónica, siendo aprovechados por sus finiquitadores -que no matadores, pues muertos salen ya de toriles- para, poniendo posturitas cañís, creerse que, después de aquello, se le abren de par en par las mejores páginas del Cossío.
La afición, el público, y no sólo el de Madrid o el que protesta, merecen un respeto. Respeto que ha de llegar por darles el espectáculo en su más absoluta integridad. Respeto, para ofrecer toros que sean válidos para la lidia; una lidia completa. Respeto que han de ofrecer los toreros por si mismos; son matadores de toros, no enfermeros de los mismos. Respeto que deben los toreros a quien paga para que, a través de la admiración que supone el verles vencer a la fiera, ¡Sí, he dicho fiera! elevarlos al sitial que siempre les ha correspondido a los toreros. Ese sitio deben ocuparlo por méritos, no por numeritos. Los desplantes, las posturitas, los derechazos, los adornos, sí, pero con toros vivos y con sus capacidades intactas. El toreo, para ser auténtico, necesita de la emoción que da el toro en plenitud, no en decrepitud. Nadie, entre el público, mucho menos la afición, falta el respeto con la Fiesta en su integridad. ¿Verdad, Pepín Jiménez, L.M. Encabo, El Renco, Juan L. De los Ríos, Verdad?. Para ellos, nuevamente, esta vez en nombre de toda la afición de Madrid: Enhorabuena TOREROS.
Del respeto... mutuo, cuando quieran debatimos y hablamos. Estamos a su disposición.
