Cuando una persona es capaz de calar en tu corazón y entregarte, por el precio de la más bella amistad, su alma generosa, ello es algo que me hace reflexionar y, ante todo, acrecenta mis convicciones de que, el mundo, sólo es posible moverlo con la amistad. Este es mi caso para con una mujer singular a la que conocí hace ahora cuatro años y, ni la distancia ni el tiempo, han logrado que dejemos de sentir algo hermoso como los mejores amigos que somos.
Le dedico estás líneas a Maria José por las convicciones que tengo para con su persona. Dije que es una mujer singular y, su esposo, podría sentenciar mi frase. Nosotros, fuimos capaces de establecer una relación y basarla en el más bello respeto. Le conocí soltera, pero enamorada, algo que me subyugó. Ella vivía por y para su amor, el bueno de Fran. Se casaron al poco tiempo de conocernos y, desde el mismo respeto que ellos se ofrecen, -marido y mujer- hemos mantenido esta relación de amistad y de cariño, difícilmente extrapolable a lo que ocurre en la sociedad.
Nos conocimos en el mismo menester: ambos teníamos que afrontar la retrasmisión de un evento taurino que, durante cinco días, cuarenta horas las pasamos juntos por nuestro trabajo. Allí nació nuestra amistad que, a estas alturas de nuestra vida, difícilmente se podrá romper. Convivimos en aquella rudimentaria televisión cantonal en que, como luego supimos, María José cautivaba a los televidentes mientras que yo, aportaba datos y estadísticas por aquello de haber vivido mucho. Me sentí, como nunca antes lo había hecho, el peón de confianza de una muchacha genial.
Nos unieron muchas cosas, entre ellas, la pasión por la música. Tanto ella como yo éramos – ella sigue siendo- intérpretes musicales. María José toca el saxofón, mientras que yo acariciaba el clarinete. La música, la pintura, el arte del diálogo y, el ansia que María José tenía por saber de toros, todo ello motivó que congeniáramos de inmediato. Aquella convivencia resultó de lo más linda, yo diría que rozaba la magia en todos los sentidos. Acabó nuestro trabajo en la televisión y ella, por amor, dejó su trabajo para dedicarse a su hogar y, ante todo, a su Fran querido. ¡Todavía queda gente que es capaz de sacrificar hasta el trabajo por el amor¡ María José Pérez es un vivo ejemplo de cuanto explico. Ella era, en su trabajo, un modelo de ternura, razón evidente para que calara en el espectador. Su voz, dulce, melodiosa, con cadencia propia de quienes lanzan el mensaje de lo bello, era algo que contagiaba al personal. Yo, que estaba a su lado, no podía ser una excepción. De su juventud aprendí los caros quereres que un ser humano puede ser portador, como era su caso; como lo sigue siendo.
Vivimos en pueblos distintos y, en honor a la verdad, nos vemos poco, pero lo suficiente para que la llama de nuestra amistad jamás logre desvanecerse. Ella es mi confesora particular. Cada vez que hablamos, su enamorado le dice: “Si estás con Luis aquí sobra uno y soy yo”. Su Fran querido, al que aprecio con el alma, le respeta, le ama, le consiente y, hasta permita que nuestra amistad, en un momento dado, tenga la inmediatez de nuestros secretos. Tener a esa persona querida, - hombre o mujer, qué importa cuando ama el alma- a tu lado, para recibir y entregar consejos, para entregarle tu hombro recalo para sus lágrimas y para vaciarte en tus sentimientos frente a la persona amiga, ello es un privilegio enorme. Yo he sentido esta dicha en muchas personas en este mundo. Dije, y es muy cierto, que me tocaron los mejores amigos del mundo. Soy, y lo digo con orgullo, el gran afortunado de este mundo en sensaciones de amistad. Maria José es, como explico, una prueba más, un ser humano fantástico que, sin vernos, sabemos querernos. Nuestro cariño nació desde el respeto, desde los ancestros más bellos de nuestras almas, razón de por más para que, el cariño que supimos forjar jamás pueda morir.
De esta mujer, por lo que pude convivir con ella en aquella relación profesional, confieso que me encontré a un ser humano diferente, con una capacidad para el trabajo asombrosa, con una dedicación por los suyos y a su vida, altamente admirable y, por encima de todo, con una pasión por la amistad y por las buenas gentes, algo conmovedor. No tuve más remedio que “claudicar” ante aquella amalgama de valores de que María José era portadora y, por encima de todo, entregarle lo único que tengo: mi amistad y mi afecto más sincero.