Vino al mundo en Madrid y quería ser torero. En su pueblo aprendió en la escuela de tauromaquia las lecciones necesarias para desarrollar su menester, como era lidiar reses bravas. Sus profesores se quedaban anonadados al ver cómo y de qué manera aprendía las lecciones. El niño, de nombre Julio y procedencia humilde, quería ganar dinero para aliviar a los suyos. Bonito pensamiento para quien adora a los suyos. Vivian en la periferia de la ciudad, en una barriada humilde. Su padre, bombero de profesión, andaba ilusionado con la idea del niño, razón para que le llevara a la escuela de Tauromaquia de Madrid.
Dentro de la escuela es cierto que sorprendió a todos el desparpajo del niño. Era muy chiquito, pero tenía mucha gracia en todo lo que hacia. Digamos que, al rato de estar aprendiendo, ya enseñaba él. Un prodigio de muchacho. Alguien se dio cuenta de que allí, en aquel chiquito, había un diamante en bruto que había que pulir. Le llevaron a México para que toreara puesto que, en España, por no tener la edad reglamentaria no podía vestir el traje de luces. En México toreó lo que quiso y un poco más. Alguien puso el dinero para financiar la operación. Todo se daba por bien empleado. El niño funcionaba. Toreaba en todos los estados y cortaba orejas y rabos. El proyecto estaba dando sus frutos. Regreso a España y, a buscar contratos, algo que sucedió de forma sencilla. Cara de niñito, que lo era, buena publicidad, el desparpajo de que hablo y, a llevarnos bien con todos los medios de comunicación. Un éxito. Una fulgurante carrera de novillero fraguó una alternativa de lujo. A partir de ahí, las gentes, enloquecidas, acudían a las plazas de toros para verle. El problema venia cuando, los no aficionados, contemplaban la cara de mala leche que tenía – tiene – el niño. Su risa falsa y fabricada de cara a la galería, se notaba demasiado. En un año pasó, de pobre a rico y, ya lo dice el refrán, Dios nos libre de un pobre rico. Cierto es que, su torrente por trabajar a destajo, sus revoloteos con la capa, sus aspavientos con la muleta, sus retorcimientos en todos sus quehaceres, incluso sus banderillas a toro pasado, eran acciones que cautivaban a los que no sabían nada de toros y, por supuesto, se quedaban “prendados” todos aquellos informadores que él había comprado a golpe de billetes. Decía Ángel María de Lera aquello de, “Se vende un hombre”. Muchos se vendieron ante los fajos de billetes del muchachito. El niño, de la noche a la mañana se encontró con que, de ser pobre, pasaba a comprar la voluntad de muchos seres humanos. ¡Hasta inmortal ha llegado a creerse¡ Se sucedían los triunfos en casi todas las plazas. Cambió de lugar de residencia. Era rico, ¡ cómo iba a convivir con los pobres¡ Tenía un apoderado de Valencia que, el hombre, creyendo en el producto, invirtió como si en bolsa se tratare, algo lógico cuando se tiene entre las manos una situación como la suya. Y, lo peor que tuvo el apoderado es que, creyó en el hombre. Está bien que creyera en la marca, pero no tenía porque creer en el que la fabricó. El apoderado de Valencia, invirtió lo habido y por haber y, por primera vez en el mundo del toro, un apoderado se ha quedado sin cobrar. Siempre, como se sabe, es el apoderado el que se queda con todo el dinero. En esta ocasión, la sagacidad del torero y de sus familiares, consiguieron que el apoderado picara el anzuelo, dejándole a deber un gran montón de millones. El padre del torero, alto, rubio y con ojos azules, se pasea por los callejones de las plazas de toros, como un galán cinematográfico. Su cultura, la que regala a quienes están en barrera, es la que subyuga a todos los taurinos. Dicen que ha escrito algunos libros y que, ahora, con el dinero de su hijo, los va a publicar. Es lógico que los publique puesto que, en el mundo del toro, siempre es aleccionador que salga un padre con la cultura de éste para que de lecciones a sus homónimos. Los callejones de las plazas de toros, para este señor, le quedan estrechos, no porque este gordo, sino por la grandeza de su propia personalidad que, como explico, arrebata allí donde se encuentre. Según cuentan, el niño suele triunfar en todas las plazas, menos en Madrid. Podría ser una espinita la que llevara clavada, pero no. El padre del niño, cada vez que sale a la conversación le dice al chico: “No sufras. Esos son una gárrulos. Toda España nos ha dicho que si. ¡Qué sabrán ellos de toros¡ Ni te preocupes, nene. Si nos estamos llevando los millones a espuertas.”
Todo esto, de alguna manera, tranquilizaba al muchacho. El chico, a pesar de su juventud, parecía tener cargo de conciencia. Algo ocurría que no le dejaba dormir. El torero, de una plaza a otra, sin conciliar el sueño, sólo con el pensamiento puesto sobre los toros que iba a lidiar. El padre, como buen padre, le consolaba a cada instante. “No sufras, hijo mío. Les hemos afeitado hasta el rabo. Es muy difícil que te coja un toro. Como la gente es tonta del culo, ni se enteran de lo que les hacemos a los toros. Aquí, lo que importa es que salga el toro pequeño, afeitado y, de ese modo, tenemos asegurado el billete grande. La suerte nuestra, hijito mío, es el analfabetismo de las masas que, como te digo, ni se enteran de lo que hacemos antes de cada corrida. Luego, tú, te trabajas el papel y, hasta como santos quedamos.” Todos los consejos del padre, al niño no le dejaban tranquilo del todo. Un día, en un hotel de una ciudad costera, a las 3 de la tarde, el niño le dice al padre: “Papá, no me deja dormir sabiendo que hemos ganado mucho dinero y no le hemos pagado al apoderado.”. Respondiendo el padre: “Ya ganó bastante con tu sudor. Se lo debemos pero, mientras no se lo demos, lo tenemos nosotros. Si quiere, que busque un abogado. Para pagar, a toda hora hay tiempo.” Aquella tarde, el torero, sin saber las razones, se llevó dos broncas. Causalidades del destino. Como gente culta que lo es, se compraron un arcón grande para echar dentro los fajos de billetes. El padre decía que el dinero tenían que tenerlo cerquita para contarlo de vez en cuando, que eso de los bancos era un camelo. Un guarda de seguridad merodeaba por la casa, día y noche para que nadie entrara en los recintos amurallados del torero rico. Ganaron mucho dinero pero, sin saber las razones, pronto se perdió el fulgor de las gentes y, ahora, las plazas de toros ya no se abarrotan para verle. En demasiadas ocasiones el torero, al ver mucho”cemento” al aire libre, le preguntaba al padre extrañado por los motivos de no llenar las plazas. El padre respondía.” Es que hay mucha gente en las playas, pero no te preocupes que el dinero nos lo seguimos llevando.” El torero se sentía importante ó, en su defecto, le daban importancia todos los que le rodeaban.
Para verle, para entrevistarle, tenían que pedir audiencia, mientras que el padre, comprobaba si el periodista en cuestión era de “su ideología”. Si no es de los nuestros, decía el padre, que se despida el solo. Era, claro, producto de su cultura que tenía escondida y que, como se sabe, el dinero no tuvo nada que ver con aquellas formas altaneras. Una tarde, a finales de agosto, el muchacho, cansado de tanto viaje, tanto hotel y tanta parafernalia, le confesó a su padre estar cansado, cuando el padre le dijo: “No sufras, hijo mío que, esta tarde no pasará nada. Hemos drogado los toros y, me temo que se nos ha pasado la mano. Al salir al ruedo, rodarán como pelotas de goma, de ese modo, tú, no tendrás que hacer esfuerzo alguno. Como sabes, la gente es tonta y, cuando ve que el toro cae por la arena, todas sus iras, como no saben nada, las descargan contra el toro, mientras que nosotros, que somos los culpables, quedamos como señores.” Nueva situación de tranquilidad para el muchacho que, casi a diario, encontraba un motivo de preocupación, hasta el punto de que, un día, tras la corrida, se quedó solo con su padre en la habitación del hotel y, a boca jarro, le preguntó: “Padre: ¿Porque has abandonado a tu madre y a tu hermana estando enfermas? Son mi abuela y mi tía. ¿Cómo puedes haberles dejado a la suerte de Dios? Viven en ese piso tercero sin ascensor que, conforme están, lo pasan muy mal. No puedo vivir pensando en ello, ¿lo sabías? Yo creo que, con lo que ganamos en una tarde, les podríamos comprar un piso bonito y que nada les faltare. A fin de cuentas, son tu madre y tu hermana; mi abuela y mi tía. ¿Qué piensas?” El padre, con la frialdad que le caracteriza le dijo al chico: “Mira, nene, no tenemos tiempo para perderlo en esas cuestiones de que hablas. Nosotros somos demasiado importantes para estar pendientes de dos pobres viejas. Además, mi madre tiene su pensión y mi hermana, creo que también. El día que tengamos tiempo iremos a verlas, pero ahora estamos muy ocupados. Pienso que, lo primero es tu carrera.” Así, entre quimeras y preocupaciones, transcurrió la temporada del muchacho. Al final de la misma, un montón de millones, un montón de amigos comprados y todos los aduladores del mundo intentado justificar, hasta lo injustificable. Todo lo que el torero hacía o pensaba, tenía el beneplácito del los que le rodeaban. Se acabó la temporada y, el chico, en un ejercicio de humildad le dijo a su padre que, lo de su abuela, le seguía mortificando y que, ante todo, parte de lo ganado, lo destinaba para construir un asilo de ancianos. El padre, furioso, le dijo: “¿Cómo se te ocurre semejante tontería si eres un niño todavía y yo soy muy joven?” El chico, le contestó a su padre. Quiero construir un asilo de ancianos porque, dentro de unos años, tú serás el primer inquilino.” Y aquí se acabó la historia de este torero imaginario que, de ser realidad, pondría el corazón en un puño a todos los que le regalaban vítores todas las tardes.