Se ha ido de los ruedos el maestro César Rincón, lo hizo en su plaza, en donde soñó con ser figura del toreo, acompañado del que consideró su mayor rival, Enrique Ponce, frente a sus toros, fruto de todo su trasegar como torero, como figura y como maestro. Queda atrás una hermosa y brillantísima carrera que nunca fue fácil, siempre cuesta arriba, hecha palmo a palmo, sin regalos, sin concesiones, sorteando toda clase de dificultades, lo que lo hace aún más grande. Queda también un legado, que como ya dijimos en esta misma tribuna, el que quiera que lo recoja, que no es otro que el toreo verdadero: Colocarse en el sitio, dar distancias, presentar la muleta adelante, dejárselos llegar de muy lejos, cargar la suerte, pasárselos muy cerca, templarlos y rematar el muletazo atrás, en la cintura. Así fue su toreo, que queda evidenciado en toda su inmensa trayectoria.
Los sueños de torero, muleteando a su perrito “Príncipe” en su casa del Barrio Santander en Bogotá, las tapias y tientas frustradas, la sentencia premonitoria de Paco Camino cuando le vio de niño, “este va a ser figura”, los tiempos duros de becerrista y novillero, una alternativa cuando aún era un joven imberbe, el trasegar por España con apenas pocas corridas o festivales en el año, la tragedia inexplicable de su familia, precisamente orando para que le rodaran las cosas, el retorno a Colombia a cuajarse por la dura provincia nacional en la época de mayor auge de la misma, el toro “Añonuevo” de Guachicono en Cali que le confirmó para sus adentros que podía competir con el que fuera, una tarde con toros de Garzón en Bogotá en donde se concreta su retorno a España de la mano de Luis Álvarez, catorce tardes en Iberia, la más significativa en la feria de julio de Valencia donde cortó una oreja, sirvieron para tomar el pulso a la afición española, pero llegó aquella tarde fatídica de noviembre que a la vez marcó el punto de inflexión de la carrera del maestro, aquel toro de Ambaló, sin mucho trapío, sin muchos pitones, que casi acaba la vida de César pero que le cambió la vida por completo, porque a partir de ahí todo cambió, a las primeras horas de incertidumbre por su vida siguió el retorno impensado y triunfal en una mañana quiteña que confirmó que no solo se había salvado la persona sino también el torero y vino el glorioso año 91, aquel año triunfal en el que explotara como máxima figura del toreo.
Volvió a Valencia sin éxito pero el triunfo grande se cocinó una tarde de abril con toros de Cuadri previa a la feria de San Isidro, una feria en donde no le querían dejar entrar y de la que terminó lanzado a la gloria,…. al cielo, como escribiera Javier Villán, la tarde increíble de los ibánes, la faena al Murteira, en la apuesta más afortunada de final de siglo en el toreo, una tarde en Granada que confirmó el pelotazo madrileño y el culmen en la Beneficencia más exitosa que se recuerde en los últimos veinte años. No solo fue el volver a salir a hombros en Madrid, fueron los quites, aquel toro entablerado que sufrimos frente a la pantalla de televisión y el pique que hubo en todo momento con Ortega Cano, el único que pudo seguir el paso demoledor de un impresionante Rincón, y luego la vuelta por España ya como figura, con el retorno obligado a Las Ventas para volver a acariciar la gloria con un castaño correoso de Moura.
Volvió a su tierra como un ídolo, algo hasta ahora reservado a los deportistas y Colombia también se rindió y vino el famoso Ceeesaaaar, Ceeesaaaar, y con el se trajo detrás a la prensa española que descubrió no solo al maestro sino a las ferias de nuestra tierra. Al año siguiente no hubo el mismo triunfo madrileño pero conquista las galias en donde se hizo máximo emperador, allí, en Francia, donde la afición es más exigente, donde se fijan en los detalles, allí fue César máxima figura, pero a la vez empezaron los síntomas de lo que vendría después, un cansancio extraño, sin explicación, la enfermedad se empezaba a manifestar, en el noventa y tres se dejó la piel y algo más entrando a matar a ley a un Cuvillo en el coso maestrante que le había negado sistemáticamente, la sangre los convenció, y en otoño a punto estuvo de volver a conquistar a Madrid con una corrida del Puerto de San Lorenzo, venciendo también a un ventarrón infernal. Al año siguiente plantó cara al que cuentan ha sido el toro más fiero que ha saltado en Madrid en muchos años, el famoso “Bastonito”, en donde más que una faena hubo un pugilato que conmovió a la capital del reino, a la que volvería al año siguiente para de nuevo salir a hombros con un sobrero de Astolfi y sacar de la aburrición a una de las ferias de San Isidro más áridas que se recuerdan.
Vino luego una etapa más llana, sin tantos picos altos, en Bogotá le negaron algunos cuando se sumaron a malas ejecutorias con la espada una extraña pelea comercial de sus patrocinadores. Medellín le arropó en una entrañable corrida goyesca, y vinieron las lesiones, la bursitis, las rodillas, el peroné, pero siguió siempre en primera fila, sin parar el carro, hasta que la silenciosa y puñalera hepatitis le hizo decir no más, no aguanto más… y con la misma sapiencia y paciencia que tuvo para llegar a ser figura plantó cara a la malévola enfermedad, en los tragos más amargos de su vida, según cuenta César, cuando se refugiaba roto en el cuerpo para evitar evidenciar los efectos colaterales de las medicinas que debía tomar, hasta que un día, como repitiendo lo ocurrido después de la cornada de Palmira, vuelve a vivir, desaparecen los rastros de la hepatitis, y César decide volver porque quedaban cosas por decir, vino una faena magistral con un Achury en Bogotá, incontables lecciones de maestría y sabiduría por los ruedos colombianos y también europeos, como aquella faena en la que se dejo venir desde de lo más lejos a un Jandilla en Sevilla y como no, en Las Ventas, esta vez compartiendo loas con El Cid. Pasó un año y con todo logrado decidió que había que decir adiós y se despidió de Europa con un gesta épica en Sevilla y con una lección de maestría en Barcelona, dijo adiós en México, Ecuador y Venezuela, para volver a su tierra, su Colombia, y despedirse afectuosamente y merecidamente de todas las aficiones que siempre le admiraron.
Por todo esto, César, que escrito cabe en cuartilla y media, pero que lograrlo costó sangre, sudor y lágrimas y que equivale no solo a toda su gloria sino a la felicidad de los muchos que tuvimos el placer de verlo y disfrutarlo…. Gracias maestro, gracias infinitas y un hasta siempre porque nunca podrá borrarse de nuestras memorias la inmensidad de su toreo.
*El Maestro Rincón: la imagen del éxito, también... de la verdad