Miguel Ángel Perera es ya figura del toreo. Estuvo arrollador en la segunda corrida abono en la que nos deleitó con dos faenas distintas que permitieron apreciar en toda su dimensión el muy alto nivel alcanzado en la forma de interpretar el toreo en la que la triple C (cerebro, corazón y cojones) combinan en alta dosis y han de permitirle ocupar importante puesto de la coletería mundial. Hacía tiempo que no sentía el placer de ver una faena cabal. De esas que, sin altibajos, se desarrolla armoniosamente de principio a fin, configurando bella obra de arte. Faena de escapulario. La única de aquella tarde (en la que se cortaron cinco generosas orejas) que habría merecido ser distinguida con el doble trofeo.
Desde que salió el toro por chiqueros el joven matador se esforzó por entenderlo y comunicarse con él. Es así como, desde el primer capotazo pudimos apreciar el proceso de acoplamiento que fue surgiendo entre torero y animal hasta que, al mediar la faena de muleta, era una simbiosis total. Bellas fueron las verónicas de recibo, a pies juntos y meciendo el capote. El quite fue por tafalleras que remató con revolera. A los primeros muletazos el toro dobla las manos mostrando su poca raza pero luego se emplea en tres series de derechazos mandones, ligados, largos y bien rematados por el torero, tras la cadera. Brota el entusiasmo en los tendidos mientras suena la música. Se suceden series por ambos pitones y va creciendo la armonía de un toreo hondo, suave y sin prisas. Un natural enorme nos hace creer, por un momento, que el tiempo se ha detenido. El toro es noble y sin resabios, embiste y repite a la muleta con buen son, embelesado en la pañosa que se le ofrece, planchada ante sus ojos, y la persigue suavemente por el camino que le marca el torero. Toro y torero se han hecho uno, la amalgama se ha producido. Viene entonces el momento aquel que, con los pies atornillados en la arena, Perera liga muletazos de todas las marcas sin solución de continuidad. El toro va, viene, repite, se le enrosca al cuerpo, acude a un circular completo al que le sigue otro invertido. ¡Una sinfonía! Los aficionados de pié en los tendidos aplauden y rugen, mientras que los turistas y golondrinos observan sin entender mucho qué esta pasando. Un pinchazo, previo a la gran estocada –aguantando el extraño que hizo el toro en el embroque- no desmerece en nada la mejor faena realizada aquella tarde.
Su segundo toro, que hizo quinto, fue el peor del encierro. Diferente fue su lidia porque diferente fue el toro pero el resultado fue igualmente satisfactorio para el aficionado que paladeó la difícil labor que representa someter a un animal que muestra dificultades y se niega hacer aquello que su matador le manda. Esta faena es tan o más importante que su primera aunque carente del brillo de aquella en la que las calidades del toro permitieron el lucimiento. El toro es diferente pero el torero el mismo. Dispuesto a dar todo de si, para al toro con el primer capotazo y lo embarca en cadenciosas verónicas a pies juntos, seguidas de largas a una mano. El quite es por gaoneras y el inicio de faena es con dos pases cambiados por la espalda en los que se aprecia ya, la poca calidad del animal. Se cuela en el primer derechazo pero el matador no se arruga y empieza una labor que exige técnica y valor. Logra series de derechazos obligándolo a embestir y naturales de calidad. La tarea es dura. Desde el callejón y los tendidos le aconsejan que abrevie y entre a matar. Con la mano el matador hace un gesto pidiendo calma y paciencia, dejando claro que no está dispuesto a ceder en su propósito de hacerse del toro y dejar sentado quién es el que manda en el ruedo, no sólo para alcanzar el natural éxito que persigue sino para someter a prueba lo que es y puede hacer. En otras palabras pareciera que no torea para el público sino para si mismo. El arrimón es escalofriante y prolongado pero el toro se va doblegando poco a poco. Un sector del público –mayoritario tal vez- está aburrido e insiste que mate al toro. Los menos estábamos gozando los detalles de una faena que pocas veces se da, no por falta toros difíciles sino porque son pocos los matadores que se imponen a sí mismos la tarea de resolver dignamente la papeleta que les plantean animales como esos. “Verguenza torera” le dicen.
Debo confesar amigo lector que, como persona, Miguel Ángel Perera no goza de mi simpatía, pues lo considero un joven engreído y vanidoso. Por más que me he forzado a ello, no puedo olvidar cuando, con motivo de la entrega del Escapulario de Oro que obtuvo en el 2004, se quejó del jurado porque el premio no se lo habían dado por unanimidad y que eso dejaba claro que no todos sus miembros sabían ver toros. Es posible que las palabras no sean las mismas pero el contenido que me impactó si lo es. Pero nada tiene que ver una cosa con la otra y todos podemos estar felices de poder contar con una nueva estrella en el firmamento taurino.
Aquella tarde, se despidió del público limeño Jesulín de Ubrique quien, con el aplomo de un maestro, realizó dos buenas faenas en las que la técnica fue el factor preponderante. Faenas serias y pausadas, en las que el matador hizo gala del temple y mando aunque tomándose demasiadas precauciones al hacer uso y abuso del pico de la muleta a sus dos toros que, con nobleza y sin resabios, metían la cabeza al embestir y no debieron ser objeto de tal recurso técnico que sólo es válido cuando los toros se vencen con peligro de coger al torero.
El tercer espada fue Ángel Teruel cuyo mayor galardón es ser hijo de su homónimo padre pero, en Acho, desperdició dos toros que se fueron inéditos al desolladero y no justificó de modo alguno ocupar uno de los doce puestos de las cuatro corridas programadas en la corta feria del Señor de los Milagros 2007.