Hablar de solidaridad cuando, como es mi caso, se tiene un trabajo que me permite vivir de forma digna, ello puede parecer muy sencillo y, para muchos, casi ofensivo. ¿Qué darían tantas personas por decir lo mismo que yo? Esta es la gran pregunta que muchos se harán y que, nosotros, los afortunados y bendecidos por el trabajo, deberíamos de responder. Vivo en España y, a diario, le doy gracias a Dios porque me permitiera nacer en este bello país que, para colmo, genéricamente, disfrutamos de paz y trabajo.
He hablado muchas veces de la solidaridad, de la que deberíamos entregarnos los unos a los otros, especialmente, a los menos afortunados por la diosa fortuna. Es ahora, cuando hemos tenido esta avalancha de personas que, desde sus respectivos países, han venido hacia España en busca de pan, con la ilusión de encontrar un trabajo y, por encima de todo, para conseguir un bienestar que, en sus países, nunca lograron. Y digo todo esto puesto que, me parece dramático escuchar, a diario, en distintos foros, las opiniones de las gentes, especialmente a los ricos, cuando se pronuncian a este respecto para decir, en tono despectivo, que los inmigrantes deberían de quedarse en sus países y, de este modo, no molestarían a los españoles, afirmación cruda y criminal que, lo dicen siempre los que lo tienen todo y no saben de miserias y penurias.
Tengo claro que, con lo que millones de personas tiramos por aquello de que nos sobra, podrían vivir cientos de familias de forma holgada. Ciertamente, organizar todo esto no es sencillo pero, ahí están las organizaciones como Cáritas que, con esfuerzo y dedicación, son capaces de redistribuir aquello que nos sobra. Lo peor de todo es que, a diario, decimos que no nos sobra nada cuando, todos, los que trabajamos, tenemos ropa que no usamos, alimentos que no consumimos, útiles de limpieza que no gastamos y decenas de cosas que, todas, inútilmente, están ocupando un espacio que, a fin de cuentas, sólo nos sirve de estorbo. Pero nos falta un minuto para llevarlas a estas organizaciones y hacer felices a los que no tienen nada. Y no quiero hablar de dinero puesto que, mentar el dinero para los que lo tienen a manos llenas, es tan grave como llamarles hijos de mala madre. Pido, para los demás, sencillamente, aquello que no utilizamos, lo que nos sobra y que, como explico, nos está molestando en nuestros hogares.
Cuando hablamos de solidaridad, las opiniones se dividen de forma escabrosa. Gran parte de las gentes piensan que, todas estas tareas, son de patrimonio exclusivo del Gobierno de la nación. Y tiene su parte de verdad. Los impuestos que pagamos deben de servir, ante todo, para repartir justicia entre los más necesitados, qué duda cabe. Pero nunca debe de servirnos, este pretexto, como manto en donde escondernos para no ver la realidad de lo que pasa a nuestro alrededor. Todos debemos ser partícipes de esta causa común llamada solidaridad. Todos, como diría Vicente Ferrer, de no poder hacer grandes cosas, hagamos cosas pequeñas que, juntos, lograremos la obra soñada. Lo triste de todo esto es cuando, como los avestruces, queremos escondernos de la realidad que nos invade.
Moralmente, sin pretenderlo, o quizás con toda la idea del mundo, estamos caminando hacia el precipicio. A diario, celebramos ágapes, festejos y celebraciones extraordinarias en que, la comida y los regalos, se tiran de mala manera y, lo peor de todo es que, para colmo, procuramos hacerlo junto a los más pobres, si acaso, para que vean los despilfarros de los ricos y que, de este modo, sufran más. Estas situaciones, honradamente, no nos pueden traer nada positivo. Algún día, mucho me temo, lo pagaremos muy caro. Seguramente, como siempre, pagarán justos por pecadores, pero lo que es cierto es que, estas actitudes, con tantos espectadores buscando pan, no nos pueden abocar a ningún estrado de gloria, más bien, hacia un infierno que pagaremos en la tierra.