He parado un instante para mirar a mí alrededor; sin lugar a dudas, desde la rendija de mi alma, he presenciado el caos con el que anda sumida la sociedad en que vivimos. Todo es ficticio y, de forma lamentable, tremendamente superficial. Nada es concreto y, mucho menos, gratificante. Las gentes viven atenazadas a cuestiones materiales, baladíes por tanto y, su infelicidad, la llevan escrita en su rostro y, lo que es peor, aparentan ser felices. El consumismo ha corrompido a la sociedad en su conjunto y, los “fabricantes” de dicho consumismo acumulan enormes sumas de dinero que, procedentes de los bolsillos de los ignorantes -la gran mayoría- hacen que, unos pocos, -los listos- vivan como reyes mientras que, la inmensa mayoría, aterrorizados por el qué dirán, son prisioneros de sus propias vidas. Un ejemplo: ¿Se imagina alguien si todos los que tienen hipotecas o préstamos, lo llevaran escrito en la espalda? Sin duda alguna que, España, sería el hazmerreír de todo el mundo cuando nos visionaran desde otros lugares; incluso, los mismos españoles que en realidad si saben vivir, se morirían de la risa que dichos enunciados les proporcionarían.
Resulta terrible que la sociedad viva presa del propio consumismo como vengo explicando; a la gente le han contado sus derechos y, como tales, así los asume; sin medir las consecuencias, claro. Todos tenemos derecho en irnos de vacaciones y, siguiendo dicha pauta, bancos y demás entidades prestatarias ya se encargan de darles el dinero a las gentes para que, “disfruten” durante treinta días y vivan enloquecidos durante once traumatizantes meses; es decir, el período de la devolución del crédito vacacional. Entre otras cosas, las vacaciones, como las tienen “todos”, nosotros también las merecemos; esta es la razón de la sinrazón que, como explico, las gentes quieren vivir enloquecidas prisioneras de sus propias mezquindades. Pero no acaba ahí la cosa; al margen del crédito obtenido para irnos de vacaciones, casi toda España, lleva sobre sus hombros el crédito hipotecario de la vivienda que, si le añadimos otros gastos “superfluos”, cuando lo analizamos todo, descubrimos que estamos en total quiebra familiar. Los gastos siguen superando a los ingresos y, entonces, la bancarrota está más que servida.
Ni que decir tiene que, la enseñanza que les estamos dando a nuestros hijos, en realidad, no puede ser más caótica; de pequeñitos les hemos acostumbrado a que hay que consumir, hay que gastar por imperiosa necesidad y, niñitos de cinco años, ya deciden, mediante berrinches monumentales, la clase de ropa que tiene que ponerse, el regalo que hay que hacerle el compañerito que ha celebrado su cumple añitos y tres mil cositas más que, aunadas, al final, dan como medida las depresiones, los suicidios, las separaciones y todas las hecatombes familiares que queramos añadirle. Y, como quiera que, las decisiones de los niños, las acatamos por aquello que “quererlos” más que nadie, sin darnos cuenta, estamos fabricando monstruos de mil cabezas o, en su defecto, consumidores empedernidos que, al paso del tiempo, nada ni nadie les podrá apear de un llamado “tren de vida” que no les pertenece. Por supuesto que todos tenemos derecho a todo; ¡faltaría más¡ Lo realmente sangrante es mirarnos en espejo ajeno y, de tal manera, estamos viendo al diablo en nuestra propia persona.
Estamos, qué duda cabe, en la España ficticia; en una sociedad plena de consumismo que, como antes decía, los “fabricantes” del propio consumismo, unos pocos, -bancos, grandes almacenes, tiendas elitistas, la propia televisión que les auspicia a todos, etc.- han logrado inmensas fortunas y, el españolito medio, sin darse cuenta, vive en el mundo del terror. Digamos que, la sociedad actual se puede equiparar al payaso que, en la escena, por muchos problemas que tenga, se muere de la risa y, en la casa, rompe a llorar; la sociedad actual le ocurre lo mismo; en la calle todo son sonrisas y, al llegar a la casa y comprobar la realidad, vienen las lágrimas, el desasosiego, el buscar culpables que no existen y mil situaciones más que, por falta de coherencia, hemos sido capaces de llegar al holocausto familiar.
Por estas razones aludidas, al comprobar las miserias de nuestra sociedad en su conjunto, luego, de forma individual, es reconfortante cuando te encuentras con personas que, a lo banal no le dan importancia alguna; personas que pueden ser barrenderos/as, amas de casa propiamente dichas y, a su vez, personas de cualquier ámbito profesional que, sin reparo, han sido capaces de confesarme que, entre otros anhelos soñados, llevan meses sin probar un filete de ternera, entre otros sueños; pero que jamás les quitó el sentido toda acción de este tipo. Son claro está, esas raras excepciones que le siguen dando sentido a la vida; hombres y mujeres que, apartados de las aberraciones de la muchedumbre, sabiéndose dueños de su propia existencia, son capaces de saborear el dulce manjar que es la vida. La especie de los lógicos, lamentablemente, casi está en extinción pero, como sigo comprobando, quedan gentes capaces de discernir su presente, olvidar su pasado y esperar con anhelos y esperanza, un mañana mejor, pero sin ser víctimas de esa sociedad de consumo que, de forma genérica, de las gentes, ha hecho un monstruo de mil cabezas para que nos devoremos unos contra otros.